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martes, 2 de abril de 2024

Leé mijita

Ni bien entró Mario, doña Diolinda, la cara cargada de preocupación, le entregó el sobre. Al abrirlo, Mario extrajo la cédula de llamada y en ese mismo acto sus ojos se nublaron, se le aflojaron las piernas. Como todo el mundo estaba al tanto de que los militares argentinos habían recuperado las Islas Malvinas y lo primero que le pasó por la cabeza fue desertar; tramó ocultarse igual que los malandras en el aguantadero del Tati, en el sector más inexpugnable de la villa; también podía comprar un pasaje de tren y partir esa misma noche hacia Santiago para hospedarse con los primos, en el rancho de adobe de su tía Maruja en las afueras de La Banda, el tiempo que hiciese falta.

- ¿Qué dice?, Marito- inquirió doña Diolinda, nerviosa, parada a su lado.

–Tengo que presentarme mañana a las siete en el destacamento de La Plata- contestó Mario con tono mezclado de rabia y congoja.

–Otra vez me sacan el ayudante de albañil. Carajo, no hay derecho- se quejó El Cholo, su padre, vociferando desde el baño.

Doña Diolinda rompió en llanto.

No pudo conciliar el sueño. Se levantó a las cuatro a preparar el desayuno para Marito. Lo despidió en la vereda. Al verlo alejarse estuvo a punto de correr para frenarlo. Mario, antes de doblar la esquina, se dio vuelta y la saludó agitando la mano. Su delgada figura bajo esa escasa luminaria, pero principalmente su franca sonrisa, la iban a acompañar por siempre.

Fragmento del cuento inédito Leé mijita

S.F.

sábado, 10 de febrero de 2024

Vacilación en la certidumbre del razonamiento

 Cuando lo fue a buscar el sinsentido se había ausentado y no supo qué hacer. 

S.F.

martes, 3 de octubre de 2023

Bar El Porvenir

Por un microsegundo la mirada de Hugo se comunicó a través del grueso vidrio con unos intensos ojos cafés. No le surgió levantarse de su mesa, ni siquiera girar la cabeza para acompañar el desplazamiento de la chica, pese a haber sentido algo especial en ese ínfimo intercambio ocular. Recién con el paso del tiempo, Hugo aprendería que en la vida ninguna situación se repite, y que la palabra destino se va forjando sobre un sinuoso eje, afirmado en coincidencias semejantes a la experimentada aquella soleada mañana de agosto. 

S.F.


martes, 27 de septiembre de 2022

Rutina

 

Cada madrugada, en cualquier estación del año, aunque varíe el volumen de líquido ingerido, mi vejiga me hace saltar de la cama. Orino como inmerso en estado hipnagógico, oyendo por todo sonido el métrico funcionamiento de una bomba de agua. Me pregunto de dónde provendrá, por qué se activa en ese caprichoso momento, conjeturando usos y costumbres de mis vecinos. Y nuevamente entre las sábanas, cerrados los párpados, adormezco en la hora más sombría cautivado por esa misma mujer escultural: se saca las prendas con premura para tomar una prolongada, placentera y estimulante ducha caliente. 
S.F.

miércoles, 8 de junio de 2022

Párvulo

Al descubrir aquellos dibujos de hacía 35 años, trazados por su misma muñeca ahora  agigantada, se retrotrajo a la infancia y advirtió, ensombrecido, que sólo en esa época había contado con absoluta libertad creativa, brindada por su falta natural de conciencia y un apasionante desconocimiento del mundo.  

S.F.

martes, 15 de marzo de 2022

Sumando fracasos

En un breve período –no llegó al año-, este ofidio aprendiz de zancudo desperdiciaba mañanas en un feo bar de estación de servicio en el barrio de Monserrat, porque la sola aproximación a Dulce Silvita le generaba una recompensa dopamínica similar a las que surgían de sus vicios sociales; aunque al tenerla cerca se sintiera un despojo que trasporta el mar y finalmente encalla en la orilla. “Los seres cerriles parecen rayanos con la verdadera naturaleza de la vida”, garabateaba al verla moverse entre escasas mesas, bajando la vista para esconder su indisimulable y envolvente deseo por poseer a Dulce Silvita, que lo amarraba como a manso equino, sumía, rebajaba a la nada misma. “El tiempo es la diáspora perfecta, eterno repicar, zona insular donde todo termina…”, apuntaba sin pausa, pese a que sus más preciados pensamientos estuviesen dedicados a Dulce Silvita quien, indiferente a lo que ocurría a su alrededor –incluyéndolo-, llevaba adelante sus tareas con total antipatía. 
Un martes lluvioso, haciendo abuso del glosario de la calle, Dulce Silvita le advirtió a esta proverbial lagartija de feria pueblerina: Borgecito, salté la treintena y tengo cuatro boquitas para alimentar. ¡Carancho!, exclamé para mis adentros, así no hay pucherito de gallina que alcance. Pero algo movía en mí su andar patizambo con calzas de color cítrico, las manitos regordetas y la pintura de uñas saltada, ese perfume económico que pegándose al efluvio de su cuerpo alcanzaba una fragancia muy suya. 
Seguí concurriendo, entusiasta, a tomar mis cafés dobles y alguna copita -acaso atraído ociosamente por aquello que dejara al descubierto su cortísima falda áurea-, hasta un calamitoso mediodía cuando le confesé: “Perdón, Silvita, me carcome una duda…” Y, sin permitirme contarle cuál era, espetó: Si querés pasá pal biorsi de nenas, te saco hasta la última duda, y ahí mismo plantó sobre la fórmica una dentadura casi nueva. Borgecito, sin delantera raspo menos, dijo, resumiendo, y me guiñó un ojo. Quedé como un genuino lagarto bobo, de esos a los cuales cazan con facilidad, ya que están durmiendo un sueño pánfilo, acunado por pastillas coloridas, papá. 
S. F.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Colusión

“Los teléfonos hablan…”, fue la frase de Rubén para justificar verse, pese a que compartían la jornada, al salir del trabajo. “Y las paredes oyen”, respondió Darío, con sonrisa aviesa, cuando se encontraron frente a la máquina de café espress. Rubén y Darío -especialmente el primero-, querían lograr algo más que una situación sarcástica o deshonrosa, buscaban someter, calumniar lo suficiente hasta conseguir que Eugenio Diez - “el eficaz” o “lame culos”-, se quebrarse por primera vez. La excusa del cumpleaños sorpresa, al término del horario laboral, resultaba perfecta. Llegada la fecha habían preparado todo con lujo de detalles, convencido hasta al jefe de personal quien además aportó plata, decididos a probar que su pequeña venganza anónima se revalidaría en la oficina por tratarse de un evidente acto de justicia: la conducta ejemplar de Eugenio -su propio apellido lo calificaba- siempre era tomada como vara para aleccionarlos. Eugenio, asombrado por el agasajo, reaccionó con suficiencia; no faltaba ninguno, se habían asegurado hasta la presencia de don Severo, dueño fundador de la empresa y su hijo, gerente general. Pero el festejo se cortó de golpe, ni bien Rubén hizo pasar a Ramiro -había averiguado la dirección de Eugenio y a lo detective privado fue siguiendo sus movimientos varios fines de semana-, ya que al cumpleañero se le descompuso la expresión. El empleado modelo –según sus pedantes dichos jamás se le resistía nadie-, destinado a ocupar la gerencia y acaso, en un futuro no tan lejano, dirigir la empresa, ahora lloraba a moco tendido. Darío y Rubén se miraron, los ojos chispeantes acariciaban un silencioso triunfo. Aunque Eugenio, secándose las lágrimas, volvió a dejarlos estupefactos al llamar a su amigo y sorprendentemente darle un largo beso en los labios, para luego, tomados de la mano como frente a un atrio, empezar a soplar las cuarenta velitas y anunciar que, con Ramiro, su pareja, evaluaban la posibilidad de adoptar un hijo. Don Severo, conmovido por la escena, fue el primero en felicitarlos, manifestándose orgulloso por su valiente determinación. Lo mismo ocurrió con todos sus compañeros de trabajo, exceptuando a Rubén, quien se apoderaba del cuchillo usado para cortar la torta, y a Darío, que destapaba una botella de champán apuntando hacia la cara presuntuosa del recurrente empleado del mes. 
S.F.
 Colusión pertenece al libro inédito: “Una pulga en el lomo del mundo”.
 

lunes, 17 de mayo de 2021

Sueños Nostradamus

A los diez años fantaseaba con tener un fusil, pero no esos rifles cachivacheros de aire comprimido pedidos por mis amigos a los Reyes Magos, yo, Ezequiel Lautaro Solito, pibe del montón, residente en una barriada del segundo cordón del conurbano bonaerense, lo pretendía semiautomático, con mira óptica, para practicar en el fondo de casa hasta saberlo utilizar a la perfección y voltear aviones. Quería aprender a computar la distancia del disparo para que mi munición llegue a destino perforando fuselaje. Era cálculo matemático, ensayo y error, estimar kilómetros por segundo del aparato en su despegue, contra dirección, velocidad inicial, ángulo de tiro parabólico y distancia en elevación del proyectil. Dependiendo además del clima (el viento ejerce suma influencia, igualmente la luna llena, el tiempo inestable), aunque las aeronaves modernas alcancen una altura de doce mil metros superando turbulencias, o maniobren bajísimo, por debajo mismo de tormentas eléctricas. Más estimulante resultaba mi fantasía en caso de haber gran número de muertos, infinidad de heridos, causar masiva conmoción a bordo poniendo a prueba los reflejos del comandante al mando del vuelo, sin importar cuál compañía fuese ni de qué nacionalidades sus pasajeros, convencido de que aquel cuadro de situación convertiría a mi ataque aislado en una verdadera proeza. 
S.F.
Fragmento de cuento inédito.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Los elefantes

Domingo 23 de febrero de 1992 
Valparaíso se deja entrever ante nuestros párpados fatigados, aclarada la vista tras la niebla que impone el tiempo y los anteojos tratan de disipar. Es el tramo final del largo trayecto, con mi amado Fermín nos la pasamos recordando y van surgiendo anécdotas relegadas por el implacable transcurrir de las décadas. Nos invade la sensación angustiante, cubierta de expectativa y temor, del colegial que asiste a su primer día de clase. Al ir avanzando, aquel pacífico horizonte da la impresión de ser más bello, en el marco de esa vastedad de la cual provienen buques de gran calado que, vistos desde la ventanilla del bus, parecen de juguete. Faltan pocos minutos para llegar y mi Fermín, sonriendo nerviosamente, pregunta: ¿A dónde van los elefantes? A descansar por fin, contesto al tiro. Nos quema el sol alto del mediodía a medida que se suceden nuestros pasos, y a pesar de ello interrumpimos la marcha en más de una oportunidad para ver gaviotas y albatros sobrevolar la bahía, aquellas coloridas embarcaciones pesqueras alineadas en la orilla azul, imágenes distintivas de las postales del verano austral. Nos movemos como chicos que aún no conocen el sufrimiento ni la alegría, sorprendiéndonos con las actuales edificaciones de la capital de nuestra quinta región, aspirando aquel viento salado al igual que en los años mozos. ¿Para qué tanta ropa?, había gruñido mi Fermín el pasado viernes, al notar sobre la cama varias prendas recién planchadas y dobladas con esmero. Finalmente resolvimos de común acuerdo traer lo indispensable en un bolsito. Quedaron afuera cosas de higiene personal, objetos de valor y medicamentos recetados para nuestros achaques. A esta altura de la vida no hacen falta reproches, una mirada expresiva sugirió todo, como desde el comienzo precisamente aquí, abrazados por los cerros que nos vieron nacer. El bar conserva en su fachada cierta sobriedad inglesa de puerto colonial aunque el interior se asemeje a una fonda madrileña. Elegimos mesa pegada a la ventana pese a que el paisaje nos condene una y otra vez a tropezar con el ayer. Ojeando la carta confirmamos que los cálculos son acertados, el dinero alcanza para un almuerzo con postre, café y alguna copita de pisco. Súbitamente un grupo de marineros interrumpe la tranquilidad pueblerina: parecen recién arribados, vociferan en francés, quitándose entre sí gorras blancas de pompones rojos. A mi querido Fermín se le ilumina la cara y yo también revivo un poco en el reflejo de esa edad dorada como la cerveza que les calma la sed. El caldillo de congrio se deshace en la boca, las papas están bien cocidas, el vino blanco conserva frescor en su punto justo. Trago reflexionando acerca de esta última venida al terruño en la que hasta ahora, por casualidad, designio del destino o porque Dios así lo quiso, no nos encontramos con ningún compadre, vacilando si la decisión es correcta, pues todavía estamos a tiempo de echarnos atrás. Toda vuelta tiene precio, apunto en mi diario. ¿Qué anda anotando?, protesta mi Fermín; cosa de mujeres, replico; debo levantar la voz para que entienda. Los marineros nos miran y, al unísono, ríen a carcajadas, amparados por la impunidad que les otorga su juventud. De grandes, acaso para combatir el aburrimiento, retomamos la costumbre de dormir siesta, por eso me apuro, antes de que nos venza la modorra, y luego de pagar la cuenta le consulto: ¿Seguimos viaje? Pero mi Fermín me frena tiernamente y pone mis manos entre las suyas. ¿A dónde van los elefantes?, repite con tono fatalista. En busca de un regreso, respondo; percibo en mi respuesta el peso de la verdad. Formaba parte de nuestro meditado periplo un paseo por el centro de la ciudad, y en un momento advierto que la vidriera de un bazar devuelve la figura de dos ancianos arrugados descubriendo con asombro de niño el lugar al que alguna vez pertenecieron. Nunca se deja de ser exiliado, es como una cicatriz, se lleva para siempre, escribo de pie con trazo rápido. Sinceramente pienso que pierdo a mi pobre Fermín en el repecho, doblado el cuerpo hacia adelante, sujeta mi brazo con el alma. Por más que lo impulso con todas mis fuerzas se va quedando. No puede hablar, se le atoran las palabras. Traga aire boqueando como pez fuera del agua. De pronto se sostiene en la ventana de una casa. Su rostro palidece como si la sangre, amontonada a la altura del pescuezo, se negara a subir hasta el cerebro. Son un puñado de minutos intensísimos, parecen horas. Mi reacción por salvarlo, aterrada porque muera aquí mismo, en principio empeora la situación. Igualmente trato de conservar la calma para que se sienta seguro y pueda afirmarse en mí. Me doy cuenta de que está aferrado a la reja para mantener el equilibrio. Lo ventilo con un catálogo de promociones y por suerte poco a poco se va recuperando. Al mismo tiempo me llama la atención la alarmante falta de solidaridad de las nuevas generaciones, inadmisible en nuestra época, ya que ningún transeúnte, tampoco un solo auto, son capaces de detenerse para auxiliarnos. Sin aliento llegamos hasta el ascensor: tantos años de trabajo insalubre a la postre acaban haciendo mella. Por unos pesos sorteamos los molinetes como en aquellos hermosos paseos cuando todavía éramos pololos. Al salir del ascensor sufro mareos. Disimulo reanudando el recorrido para que mi Fermín no se alarme. Me repongo en escasos segundos. Quiero creer que por obra y gracia de la Virgen del Carmen, esa brisa fresca procedente del puerto, el gusto de volver a pisar adoquines grises rosados bajo este cielo. Al ratito nomás nuestras cansadas piernas nos obligan a sentarnos en una de las bancas cercanas al mirador. Mi Fermín empieza a cabecear. A mí me hace lagrimear la majestuosidad del atardecer. Ver ese enorme astro extinguirse en el océano extrañamente motiva la vívida presencia de mis padres, garabateo la hoja blanca con un nudo en la garganta. ¡Arriba!, grito al oído perezoso pero fiel de mi Fermín. Debo zarandearlo varias veces. Despierta sobresaltado. Tiembla de frío, acepta un abrigo. Ni bien nos ponemos en pie plantea seriamente: Olguita, vamos a cometer una estupidez. Demasiado tarde, replico con un alarido; el tono enérgico disimula a las claras mis verdaderos sentimientos. Es de noche cuando, tomados del brazo para evitar tropiezos, iniciamos el descenso por las escaleras. Conozco desde antes de tener uso de razón estos escalones de cemento, fijados sobre la ríspida inclinación natural de los cerros, pero empuño la baranda porque el cuerpo ya no acompaña. A mi Fermín le da un acceso de tos. Paramos en el descanso. Le alcanzo la botellita de agua mineral y aprovecho para escribir. ¿A dónde van los elefantes?, repite la voz áspera, arrastrando aire salitroso, con sonrisa de oreja a oreja. Cierro el diario. Absurdamente lo oprimo al pecho y protejo con los brazos. Permanecemos en silencio al amparo de las estrellas. Entonces sucede algo maravilloso. Nos miramos sacudidos por la percepción de estar estancados en el tiempo o a lo mejor fuera del tiempo, urgidos por la necesidad de reconocernos el uno en el otro. Mi Fermín se acerca y despacito empieza a recorrer mi cara con sus yemas. Estremece el tacto rugoso de los dedos, la calidez de su piel curtida. Me contempla largo rato con sus negros ojos brillantes. Con íntima suavidad acaricia como por primera vez mi cabello lacio. Aloja una mano en mi nuca y me va atrayendo, para darme un amoroso beso en los labios. 
S.F.

 

viernes, 9 de agosto de 2019

La devoran las horas

Pocas veces en mi vida me apropincué en coquetas confiterías en las cuales se reúne gente evidentemente culta. Pero la tarde pasada, movido por una sed extrema, pedí cerveza helada y a pesar de mi histórico factor atencional o lentitud de lagarto recién comido, me distraje buen rato interesado en conversaciones de mesas linderas. “…Los descubrían a temprana edad, previendo desarrollo físico, combinación de rasgos; clasificaban según la emulsión epicutánea, como dato infalible”, se ufanaba un comensal rellenito a mi diestra, las mejillas encendidas, la voz algo aflautada. “Pero, Rudolf, entonces se habrá debido a alguna falla metodológica que muchos bellos muchachos cayeran en combate, porque la belleza exterior ya era un valor en sí mismo en los albores de la humanidad”, cuestionaba un cincuentón con pomposo sombrero Traveller. Daban la impresión de ser importantes o preponderantes por la manera de defender sus posturas epistemológicas. “La clave de la vida está en ese cónclave impensado que surge naturalmente en concordancia con el cosmos”, participó un morocho de cuerpo pequeño, acaso urgido por almorranas, nunca terminaba de acomodarse en su silla. “Los griegos pregonaron ese concepto”, intervino con gesto anodino un grandote de barba pronunciada, sin dejar de magrear la espalda del esmirriado compañero de mesa. Yo oía con admiración de batracio joven en medio de ese aire ponzoñoso, cargado de olores concretos, donde parecía flotar cierta neurosis colectiva; aunque debía hacer un esfuerzo ingente para estar a la altura de aquella discusión ajena. “La verdadera belleza siempre estuvo aquí”, espetó alguien a mis espaldas. Y esta humilde larva de charco no pudo contener la curiosidad por ver a qué parte de su noble morfología se refería. Para mi desazón, aquel veterano con cabello oro rosado plantó el índice en la sien, por encima de su pulcra ceja derecha. “A la burda belleza instituida culturalmente, propagada por usos y costumbres de la polis, querido colega y amigo, a esa belleza la devoran las horas”, cerró con sonrisa triunfante el de mejillas encendidas. Me brotaron bruscos pensamientos, traté de reconstruir para mis adentros deshilvanadas imágenes fragmentarias, y, ante la inminencia de estar metido en un cenáculo cuanto menos de sibaritas, micólogos o numismáticos, por las dudas apuré la botella de litro y me tomé el olivo. 
S. F.

sábado, 22 de junio de 2019

Prevalencia

Emiliano dibuja, hace collages, colorea con acuarela, acrílico, esmalte sintético sin pretensiones, sin técnica, sin razón; deja fluir líneas y nacen figuras, se desarrollan, hasta casi saltar del lienzo. Emiliano es empleado de carrera en la administración pública, y pintar es su único cable a tierra, una manera personal de sentirse parte del universo, retratándolo desde su mundo interior. Pero mantiene oculta esa afición, producto de años, en diferentes formatos y soportes, por respeto a los verdaderos artistas. 
La muerte sorprende a Emiliano y es el encargado de limpiar su departamento el que encuentra los trabajos hacinados en la baulera. Se los enseña a Malena, su nuera, estudiante de artes visuales, quien, afirmando que carecen de valor comercial, se los queda bajo pretexto de aprovechar telas y bastidores. Al poco tiempo, firmando como propias las obras de Emiliano, Malena arma carpetas, las presenta a concursos y a prestigiosas galerías de arte. 
Malena Peña, en el presente, con sólo veinte seis años, es una cotizada artista plástica a nivel mundial. 
S.F.

Este texto forma parte del libro inédito: “Una pulga en el lomo del mundo”

jueves, 14 de marzo de 2019

Poe en Boedo

Acaso influido por una tardía lectura de Edgar Allan Poe, de la noche a la mañana este saurio decidió inmovilizarse. No porque le faltasen piernas o las tuviese quebradas, mucho menos por el remoto placer de arrastrarse, haciendo galas de yacaré orillero. Tampoco a causa de una parálisis por un repentino accidente cerebrovascular; ni por estar enojado con la humanidad negándose a asomarse al aire mal sano; o por una loca promesa que lo varara en una cama; o destripado por tránsito capitalino, víctima de robo o golpeado ferozmente por patovicas nazis, barrabravas de hinchada futbolera sindicalizada. Ni caminaba a hacer mis necesidades, entregado a la quietud, al reconfortante silencio mantenido por sendos algodones cubriendo tímpanos, acurrucado en el vértice donde convergen paredes lisas del pequeño cuarto ennegrecido, sobre un almohadón con la goma espuma agotada. 
Era penitente el hecho de que esta larva aislada por entomólogos se obligase a permanecer inactiva. Así pasaron días percibiendo sólo mi respiración de batracio rengo, tiránicas protestas del estómago, solitarios latidos del corazón. Y en un momento empezó a hacerse oír -soslayando mis tapones anti ruido- una voz espectral, roída desde el territorio mismo de la penumbra: “Al borde de lo conjetural anidan monstruos”, avisaba. 
En mi delirio íntimamente me creía un anacoreta del siglo XXI aunque aquel departamentito estuviese enclavado en plena civilización consumista. 
“Metzengerstein… La muerte mora dentro de nosotros. Metzengerstein…”, advertía esa queja sorda. Ya me asfixiaba el hedor de mi propia cochambre, sufría náuseas, desmayos y un férreo dolor de cabeza anulando pensamientos, a punto de ser doblegado por hambre. 
“El alma se salva por la conservación de la forma específica”, se burlaba en tono grave, culminando con artera risotada. 
Y como por un latigazo hermenéutico me levanté de un salto estirando músculos entumecidos y torpemente llegué a la cocina. Abrí la heladera para engullir lo que caía a mano; diez minutos después me vomitaba los pies, y pese al estado catatónico comprendí que debía dejarme de joder y darme un buen baño. Bobón. 
S. F.

martes, 9 de octubre de 2018

La rubia tatuada

Era miércoles de madrugada y aterrizamos en la puerta, sobre avenida Álvares Thomas, sosteniendo la vertical pese a estar bastante bebidos. Mucha gente fue entrando y sólo quedamos afuera un puñado de revoltosos, porque la condición indispensable para ingresar era que estuviésemos acompañados por una chica, o sea en pareja, y desgraciadamente ninguna de las asistentes femeninas llegaba sola. Justo en aquel instante tuve una especie de revelación alcohólica, y, venciendo esa neblina impuesta por la borrachera vi venir hacia nosotros, Duke y un servidor, por la ancha vereda poco iluminada, a Vicky y su preciosísima amiga: muñecas rubias bronceadas, vestidas con pantalones vaqueros de diseño, largas blusas “flúo”. Me abalancé a metros de que se acercaran a la barra de contención, le hablé a Vicky tan rápidamente que no sé si entendió, enseguida le tomé la mano y, exhibiendo las entradas en alto como trofeo, superamos sin problemas la fachada inexpugnable. Aunque lo mejor vendría una vez adentro. En silencio, demostrando entero dominio de aquel espacio absolutamente desconocido, seguí conduciéndola con total naturalidad entre la concurrencia, bañados por una fraguada semioscuridad del recinto, aturdidos por el elevado volumen de la música, hasta que al fin la arrinconé contra una pared oscura dándole un interminable beso de lengua. Parece mentira pero de esa noche sólo recuerdo flashes, ni sé cómo ni en qué condiciones llegué a mi casa. Salí de la disco con el sol plantado en el horizonte, volviendo a pie porque no tenía un centavo partido al medio. Duke ni siquiera pudo meterse, estuvo horas insistiendo para que lo dejaran pasar, y cuando vio venir patrullas policiales decidió hacerse humo. Al día siguiente el rico perfume de Vicky perduraba impregnado en mi ropa y yo descubría una rara sensación de triunfo, combinada con una felicidad desconocida, pensando que la vida acaso empezaba a cobrar algún sentido. Aún guardo ese papelito amarillento donde Vicky anotó con trazo claro su número telefónico, cuya característica pertenecía a la zona norte del gran Buenos Aires. Sé que va a sonar exagerado y quizás lo sea, comparar a Vicky con la actriz en boga: Kim Basinger -los muchachos de mi generación moríamos por esa esplendorosa mujer-, quien junto a Mickey Rourke protagonizaban el éxito cinematográfico del momento: “Nueve semanas y media”. Imaginen mi entusiasmo al tomar conciencia de que una chica bellísima se había fijado en mí. Pero si algo aprendí en la vida –lo asevero ahora treinta años después- es que no existen los encuentros casuales. Porque si yo nunca hubiese ostentado ínfulas de punk en ciernes, concurriendo a determinados lugares nocturnos, tratando de ser aceptado para experimentar el fundamental sentido de pertenencia, tan importante a ciertas edades, hubiera sido casi imposible cruzarme con Vicky. 

Fragmento de La rubia tarada.
S. F.

jueves, 13 de septiembre de 2018

Zánganos

Hay periodos clave en la humanidad que, por esas cosas indescifrables del destino, coinciden con la historia personal y se amalgaman naturalmente, formando un círculo virtuoso que vendría a sellar un ciclo y/o a iniciar otro. Motivado por esa premonición me dirigí vestido de elegante sport con peregrina idea de alacridad, “morfo y me voy” –vertido al plano popular- era mi premisa. Y pese a ser un soberbio espécimen de reptil con lengua viperina, atento a todos los zánganos que revoloteaban alrededor de aquella blonda rubia de peluquería, ni abrí la boca, y el sólo hecho de tener conciencia, de poder hacer esa simple lectura lógica de la situación, me alivió; te conformás con poco, nabo de probeta, me reproché al mismo tiempo. Los zánganos tragaban a lingotazos ese dulce vino patero, y un servidor conservaba su perdida mirada de tonto, gusano retorcido ante la presencia femenina reptando como si esquivase miles de picos gallináceos corriendo riesgo de ser ingerido, resulté. Difícil tarea la de intentar comprender el Corán si no se nació en el desierto, me dije mascando otro triple de jamón y queso, y, recurriendo a la tan mentada sabiduría práctica, con lentitud de lagarto desangelado, me acerqué subrepticiamente a la blonda abeja soberana de apellido plebeyo, casi prosternándome ante su presencia. Porque la reina era una conocidísima presentadora televisiva, acaso periodista, locutora o maestra normal –no porque fuese anormal ni mucho menos por enseñar sus partes pudendas en revistas, tv o cine-, y su asistencia al coctel respondía a la presentación de un vanguardista producto tecnológico, ni me pregunten cuál ni para qué servía. Choqué contra su tirante geta empolvada, producidas redondeces encarnadas en ambas mejillas, contrastando a simple vista con la piel apergaminada y rosácea de su largo cuello desnudo. “Linda velada”, lancé, apuntando a su oreja izquierda de la que pendía una gema, apenas inclinando el marote. “¿Perdón?”, saltó como leche hervida, cuajándose en esa voz aflautada y vibrante, para darme la espalda sin dudar. Este insignificante sapo de tierra adentro, solito, logró por unos segundos que todos los ojos se posasen en su humilde persona, aunque también la fiera tensión de sus bravucones guardaespaldas. Opté por salir carpiendo para la otra punta del salón. Siempre es mejor lo que podría haber sido, comenté conmigo mismo, y me retiré silbando bajito con la panza en orden, huyendo de toda aquella descolorida faena, redundada por ese puñado de zánganos que naturalmente morirán en el intento, sentencié, ¡qué joderse! 

S. F.

martes, 22 de mayo de 2018

Turgencia de las horas

Se oían hurras en la cima de la pendiente. “Seguramente alguien supera otra meta personal”, suponía Dimitri. “La realidad puede verse partiendo desde muchas aristas, aunque en lo alto el panorama es total”, continuaba reflexionando para sí, pese al esfuerzo descomunal del ascenso. “Claro es el cristal donde las vidas se reflejan, pero toda gran roca acumula la hipérbola del saber”, sintetizada Dimitri triunfante, sumido en la inconmensurable letanía del silencio, y pese a sentirlo, casi tocarlo, constataba que el cielo, tal como su deseo lo moldeara desde el llano, todavía era un objetivo inalcanzable.
S.F.
Este texto forma parte del libro inédito: “Una pulga en el lomo del mundo”


lunes, 19 de marzo de 2018

Viaje surrealista hacia el nudo del ombligo


Otra vez, como hace bastante, bastante tiempo, créase o no, este anfibio de morondanga volvió a ser chiquito, diminuto encogiéndose como salido del escuálido cuerpo batrácico. Es solamente un síntoma, asumí tomándome la fiebre ¿indicio de qué calamidad?, preguntaba para mis adentros con geta de escuerzo que se tragó una colilla encendida. Ni lerdo ni perezoso, automedicándome, me clavé un geniol y, tapado hasta las orejas, sudé calculando que mi temperatura corporal era de treinta y nueve grados, sin embargo entre las sábanas parecía diez bajo cero. La cuestión es que emigraba como lagarto de arroyo, pero no escapando, inexplicablemente debía hacerme chico por un rato y después retornar a mi tamaño. Además, al hacerme pequeñito, todo, de golpe, era muy grande, se sobredimensionaba la realidad, ontológicamente hablando, la vida se me revelaba de manera extraordinaria, gozosos los ojos, sentía cosquillitas bajo las plantas de los pies; tomatelás, rana, censuré enseguida. Te estás volviendo loco protozoario, me reproché después, sabiendo que lo peor, o bien dicho, absurdo de la situación, era que en ningún momento me había adentrado en un sueño, mucho menos profundo, porque aquello ocurría conmigo despierto, vivito y temblando de frío. Derecho como un alfiler, tironeado desde el mismísimo nudo del ombligo, este corchete soportó su viaje surrealista, en medio del silencio más pavoroso y cobijado por una oscuridad total, si es que existe esa figura. Pero la noche pasó y al otro día por suerte volví a ser adulto, a pisar firme el suelo, a estar debidamente convencido de quién era y de qué aspiraba, a dormir tranquilo volví, aunque ni pudiera ni pudiese asegurarlo ni en sueños, ¿cachai huevón?
S.F.

viernes, 3 de noviembre de 2017

El arte revaloriza el sentido de la existencia

Padeció la falta de pierna al intentar pararse. Había logrado hacer un torniquete con el cinturón a la altura de la rodilla y en ese esfuerzo enorme intuyó gastar por completo su energía. Entrada la tarde, el sol lo cercaba en un delgado cuadro febril, presa de aquel erial compuesto sólo por arbustos enanos y pasto magro. Le aportaba verdadero bálsamo el frescor de la servilleta humedecida aplicada por su mamá sobre la frente, volver a ver seres amorfos surgir de las bocallaves del placard en su habitación infantil. A lo lejos, acaso en la Ruta Nacional, le pareció sentir el motor de una camioneta todo terreno como la suya. De cuando en cuando un soplo pobretón atravesaba en diagonal sin causar alivio. Giró la cabeza hacia su izquierda generando revuelo de tábanos, el costoso equipo profesional conservaría registro del ataque, la nueva cámara réflex que usara para defenderse del puma, casi seguro habría quedado inutilizable. Sonaba en su mente una suave y encantadora melodía desconocida, trasmitía cierta calma, agradable equilibrio interior. Hacía largo rato esos graznidos agudísimos matizaban el paso del día pesado y lento. Se le nublaba la vista pero alcanzó a observar aves denegridas volando en círculo. La garganta reseca le frenaba el grito. Debía mover aunque sea el brazo en alto, ahuyentarlas, impedir su descenso. 

El cuento El arte revaloriza el sentido de la existencia pertenece al libro inédito: “Una pulga en el lomo del mundo”. 
S.F.
                                                                                                                                              

jueves, 22 de diciembre de 2016

Némesis de la memoria

No sé si vale la pena ni tampoco con qué finalidad voy a dejar sentada por escrito esta pequeña experiencia de anuro, pero vuelve a zumbar en mi mollera osificada como recurrente melodía nostálgica. Se dice que a corta edad ciertos sucesos se consolidan impactando en nuestro carácter, no obstante es tan llanamente absurda, nimia de toda nimiedad mi anécdota, que una sombra de vergüenza la estorba y nubla, impidiéndole rebobinar mi pretérito a esa zona crepuscular del cerebro primitivo donde tintinea vagamente, clausurando pasillos y conectores repletos de archivos neuronales. Bicéfala y olímpica, la maquinaria siempre separa con empírica rapidez, desdeñando casi sin pensar aquello que uno quisiese retener, aunque sólo sea por capricho. Así se disloca descontrolada y ya no se puede sujetar ni por un segundo más nuestra escuálida chispa vivencial, que seguirá su curso hacia los fondos sombríos del vacío de la mente, de donde tal vez jamás regrese.
Dado el caso puntual, me siento autorizado para aseverar que lo peor en estos procesos no es la tozudez de una memoria recelosa ni mucho menos, lo verdaderamente infame y contaminante en todo el sentido de la palabra es la lucha interna desigual, porque esa pobre evocación microscópica debe de enfrentarse solita a un sistema censor que selecciona situaciones gloriosas en permanente desmedro de aquellos tímidos hechos, siendo generoso en la calificación al adjetivar a estos últimos.
Para concluir, después de haber garabateado en vano media página tratando de revelar ese piojoso recuerdo que me había propuesto contar con lujo de detalles, y poniéndome en el lugar de esa humilde contingencia momentáneamente olvidada, advierto que no estoy para ninguna remembranza, y guay que me vengan con la nula excusa trilladísima de que el sufrimiento te hace crecer o te vuelve artista, semejante tontería cuéntesela a los batracios de charco, a mí me fortalece un buen plato de sopa, buseca de mondongo bajada con un pingüino tinto de la casa, y ya que estamos flan mixto de vainilla bien cargado, ¡qué joderse!    
S.F.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Argenchino

Aquella eventualidad iba a resultar falsamente anticipatoria para Norah, ya que llevaba unos meses con Ezequiel en el monoambiente luminoso del barrio de Almagro y nunca había necesitado hacer una compra de última hora.
Ni bien ingresó al supermercado tuvo la impresión que estaba por cerrar; vio poca gente en ese local espacioso y le pareció raro el saludo tan amable de los empleados. Cuando recorría un pasillo con productos envasados la conmovió una señora mayor: al caminar apuntalada en su bastón bamboleaba las caderas obstruyendo por completo el paso y volteando algunos artículos en ambas góndolas.
“Querida, por favor, ¿me alcanzarías un envase chiquitito de bayonesa?” “Claro, ¿qué marca?” “La más económica, hija… Me olvidé los cuatrojos”.
Norah de pronto percibió la presencia silenciosa del chino adulto, quien al entrar la había recibido con afectada sonrisa; enseguida giró la cabeza y el hombre bajó la vista precipitadamente haciendo que acomodaba mercadería.
“Aquí tiene”. “Muy amable, Dios te bendiga, hijita”.
Siguió curioseando; la señora, a sus espaldas, se alejaba jadeante.
Norah volvió a sentirse incómoda al fondo del galpón porque acodado en su mostrador el carnicero con porte rioplatense la examinaba de arriba abajo. Este jean marca demasiado y la camisa de seda resalta el busto, reconoció para sus adentros, ruborizándose.
Al regresar hacia el único acceso dos jóvenes muy flacos alineaban rejas en la vereda. Conjeturando si los dueños eran realmente chinos, coreanos o japoneses, apoyó el paquete de sal fina, un shampoo con algas marinas y dos bocaditos dulces frente a la lectora laser cubierta por una franela amarilla, notando definidos rasgos orientales también en la menuda cajera. 
“Paga todo”. “¿Aceptan tarjeta?” “Paga todo, señora”. “Tomá, cobrate”.
Sobre la caja registradora constató, observando imágenes captadas por cámaras fijas en una pantalla led dividida en varios rectángulos para cubrir la totalidad del establecimiento, que definitivamente no quedaban clientes. La cajera tecleaba sumando vaya a saber qué, al mismo tiempo Norah advertía, por el rabillo del ojo izquierdo, la persistente mirada del verdulero que no era asiático sino de origen andino. 
 “¿Cuánto?”, estalló Norah, “pero si son tres cosas locas…” “Paga todo.” “A ver, ¿cómo es que pago todo?” “Paga suyo y señora golda”.
En ese momento se acercó el chino adulto para tratar de esclarecer aquel pequeño mal entendido. Le indicó realizando ampulosos ademanes que la señora con bastón la había señalado. “Señora golda lleva más, bolsillo…,” indicaba el chino metiendo una mano en su pantalón. “Compla dos, esconde cinco”, separaba los dedos delante de su cara.
Norah hizo una mueca despreciativa; en escasos segundos había transformado su enojo repentino en aplastante impotencia.
“Bueno, está bien, cóbrese todo…”, confirmó reafirmando con la cabeza.
Sólo quería salir, llegar de una vez a su departamento.
La china menuda, sonriendo, le dio las gracias; Norah temblaba al recibir su tarjeta, y sin decir palabra corrió arrebatadamente hacia la calle, extraviando el shampoo para cabello graso que usaba Ezequiel. 


Cuento que integra el libro inédito “La Majas”.

 S.F.

martes, 9 de septiembre de 2014

Acorazado Potemkin

Esta es una historia verídica que no figura en mis “Aguafuertes de los ochentas” y a raíz de la partida de Gustavo Cerati decidí contar a manera de homenaje. 

Se agotaba el año 1988, creo, y yo salía con una chica que casualmente era empleada de quien diseñaba la ropa para los Soda Stereo. Esta buena mujer tenía instalado un taller en su propio departamento de San Telmo con entrada por la avenida Juan de Garay y balcón que daba a la calle Defensa. La cuestión es que mientras recorría el mundo en busca de nuevas creaciones y para actualizarse en lo que a moda respecta, nosotros, mi novia y yo, ocupábamos su coqueta morada con dependencias de servicio donde mi novia cortaba telas, hilvanaba y cosía a máquina, bordaba, pegaba botones, incluso planchaba delicadamente con apresto perfumado. Y como el líder de los Soda y un servidor teníamos similar contextura física, mi novia me probaba sus chaquetillas plagadas de bolsillos y ridículas hombreras. En aquel momento yo había inventado un trago al que bauticé con el nombre de “Acorazado Potemkin” (no en referencia a la gran película de Serguéi Eisenstein, sino por la graduación alcohólica debido a la mezcla de ingredientes), jugando con la palabra rusa Potemkin y potencia en castellano, aunque no tuviesen ninguna relación semántica. Y una calurosa noche de viernes, desoyendo las repetidas advertencias de mi novia, me puse por toda vestimenta la chaquetilla terminada, subí la música y empecé a deambular por el departamento como si estuviese en una fiesta de disfraces. Para ser breve: debido a la excesiva ingesta de Potemkin y otras yerbas, la mentada chaquetilla recibió un buraco hecho con ascua de cigarrillo a la altura de su solapa derecha, apagado con el contenido de nuestros largos vasos. Pero recién a las horas caímos en la cuenta de la macana que nos habíamos mandado y nos quisimos matar, ya que la diseñadora regresaba el domingo para entregar el lunes en persona aquella trabajosa prenda junto con el resto del pedido. Entonces no nos quedó más remedio que salir el sábado bien tempranito, somnolientos y resacosos, para el barrio de Once y comprar, pagado por mis flacos bolsillos, un rollo de género similar al dañado. Finalmente, contando con la pericia de mi novia (ayudada por este servidor como si tomase un curso aceleradísimo de corte y confección), logramos rehacer la chaquetilla al amanecer del domingo. Y yo, muerto de cansancio y todavía con inseparable dolor de cabeza, debí huir bajo el solazo demoledor porque de un momento a otro iba a llegar la diseñadora. Me acuerdo que experimenté la sensación del deber cumplido cuando vi aquella impecable chaquetilla, cuyo costo dolorosamente había tenido que solventar, lucida por Cerati en pleno show; pero a quien no volví a ver nunca más fue a mi novia, que tal vez aprovechó el incidente para sacarme definitivamente de su vida, vaya uno a saber… 

S.F.