jueves, 8 de agosto de 2019

La devoran las horas

Pocas veces en mi vida me apropincué en coquetas confiterías en las cuales se reúne gente evidentemente culta. Pero la tarde pasada, movido por una sed extrema, pedí cerveza helada y a pesar de mi histórico factor atencional o lentitud de lagarto recién comido, me distraje buen rato interesado en conversaciones de mesas linderas. “…Los descubrían a temprana edad, previendo desarrollo físico, combinación de rasgos; clasificaban según la emulsión epicutánea, como dato infalible”, se ufanaba un comensal rellenito a mi diestra, las mejillas encendidas, la voz algo aflautada. “Pero, Rudolf, entonces se habrá debido a alguna falla metodológica que muchos bellos muchachos cayeran en combate, porque la belleza exterior ya era un valor en sí mismo en los albores de la humanidad”, cuestionaba un cincuentón con pomposo sombrero Traveller. Daban la impresión de ser importantes o preponderantes por la manera de defender sus posturas epistemológicas. “La clave de la vida está en ese cónclave impensado que surge naturalmente en concordancia con el cosmos”, participó un morocho de cuerpo pequeño, acaso urgido por almorranas, nunca terminaba de acomodarse en su silla. “Los griegos pregonaron ese concepto”, intervino con gesto anodino un grandote de barba pronunciada, sin dejar de magrear la espalda del esmirriado compañero de mesa. Yo oía con admiración de batracio joven en medio de ese aire ponzoñoso, cargado de olores concretos, donde parecía flotar cierta neurosis colectiva; aunque debía hacer un esfuerzo ingente para estar a la altura de aquella discusión ajena. “La verdadera belleza siempre estuvo aquí”, espetó alguien a mis espaldas. Y esta humilde larva de charco no pudo contener la curiosidad por ver a qué parte de su noble morfología se refería. Para mi desazón, aquel veterano con cabello oro rosado plantó el índice en la sien, por encima de su pulcra ceja derecha. “A la burda belleza instituida culturalmente, propagada por usos y costumbres de la polis, querido colega y amigo, a esa belleza la devoran las horas”, cerró con sonrisa triunfante el de mejillas encendidas. Me brotaron bruscos pensamientos, traté de reconstruir para mis adentros deshilvanadas imágenes fragmentarias, y, ante la inminencia de estar metido en un cenáculo cuanto menos de sibaritas, micólogos o numismáticos, por las dudas apuré la botella de litro y me tomé el olivo. 
S. F.

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