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viernes, 14 de febrero de 2025

Todo sirve para descubrir quiénes somos

 

Hace dos noches no lograba dormir, a oscuras me revolvía en la cama fastidiada por los ronquidos de Maty, y de pronto, contando coloridas figuras algebraicas dispersas sobre el cielo raso, se iluminó mi mente y me sorprendí articulando esta larga parrafada en un diálogo interno: ninguna cosa es enteramente llana ni cristalina, del pasado al futuro hay apenas un instante, y así como existen varias dimensiones, también habría que hacer varias lecturas de lo que ocurre, porque la realidad es tan dinámica que nuestra interpretación resulta momentánea, pero todo sirve para descubrir quiénes somos. Seguía insomne, aunque maravillada por mi desconocido dominio del lenguaje y me vino a la memoria el ceño ojeroso del hombre bajito acompañado de la chica jovencísima. El lunes pasado andábamos atareadas por el cambio de estación, doblando gruesas prendas de otoño-invierno, cuando ingresaron tomados de la mano, a paso lento, como rumbo a un atrio nupcial, aquella chica delgada junto a ese hombre canoso. Y en un acto que hoy, a la distancia, me atrevo a calificar de clarividencia, sin dudar fui a atenderlos. La chica paseó por el local eligiendo carrada de ropa, hasta que, por último, seleccionando una cantidad significativa, se encerró en el vestidor. Quedé a solas con aquel hombre en el sector de probadores: no volaba una mosca. “¿Cómo es tu gracia?”, preguntó repentinamente. “Valeria”, contesté a secas. Y, muy suelto de cuerpo, sugirió que daba el perfil de Madonna renacentista o mejor, corrigió enseguida alejándose medio metro para examinarme, un personaje prototípico de Fernando Botero. Yo no tenía idea de qué hablaba y amablemente asentí con oscilantes movimientos de cabeza. “Estimada Valeria, es obvio que te ha tocado desarrollarte en un ambiente obesogénico”, prosiguió deslizando unos centímetros la liviana cortina del probador. “Pobre criatura… Sucede que con el correr del tiempo, ése condicionamiento se torna casi irreversible”, ensalzó su perorata esforzándose por lograr tono paternal. Yo, desde arriba, le clavaba mi mirada osuna, sonriendo a regañadientes. “Estimada Valeria; conservas bonito cutis, piel fresca y eres bastante estilizada, si te lo propones, bien podrías desfilar en destacadas pasarelas con modelos inclusivas”. Aprobó, alzando el pulgar derecho, un conjunto de lino y tres suéteres de lana escote en V. “Otra peculiaridad sumamente provechosa, a su vez ilustrativa de tu inteligencia, es la elección del empleo, puesto que aquí confeccionan prendas a medida” ¡A medida que van cayendo!, pensé, mordiéndome la lengua, para evitar contradecirlo. A esa altura me molestaban sus gestos amanerados, sus desubicadas salidas ofensivas, sus afirmaciones sentenciosas y, para contrarrestarlas, se me ocurrió imaginar un típico comentario de Maty: “Este vejete se la come doblada”; contuve la risa poniendo cara de póquer. “Estimada Valeria, debes ser fuerte, nada es imposible en esta vida”. En definitiva, ese personaje bajito, canoso, de relucientes dientes blancos terminó adquiriendo un vestuario completo para la chica jovencísima –tendría dieciocho o diecinueve años, veinte con toda la furia-, y fue la propia Beatriz, dueña de la boutique quien, invitándolos café con masas finas en su coqueta oficina del entrepiso, facturó a nombre de señor y señora no sé cuánto, apuntando dirección, localidad y demás datos precisos, para hacerles llegar aquella inusual compra a primera hora del martes. 

S.F.

jueves, 27 de junio de 2024

Breves crónicas de Buenos Aires: Jennifer Lápiz

Mis compañeros del banco, tanto insistir, terminaron por convencerme. La verdad siempre me gustó ver deporte, para nada practicarlo. Mi estado físico era pésimo, hacía años no corría ni un colectivo. En el vestuario encontré guantes de arquero y rodilleras. Ojeando el piso de cemento alisado titubeaba en tirarme para rechazar pelotas. “De abajo, Dibu, sacá de abajo”, gritaban. Perdí la cuenta de los goles que me hicieron. “Atajá una, Clemente”, me cargaban. Faltaba poco para finalizar el partido y yo andaba con la lengua afuera. “Este no puede cubrir ni un arco de hockey”, bromeaban.

Fuimos a cenar y tomamos mucha cerveza. Cuando quise pararme giraba la pizzería. Me callé para no pasar por tonto. El Mono Barragán me alcanzó en auto hasta Jujuy y avenida Rivadavia porque le quedaba de camino. De pronto aparecí en el centro neurálgico de esa zona espuria del barrio porteño mal llamado Once -por la plaza popularmente conocida como Once que en realidad se denomina Miserere-, para el catastro Balvanera, rodeado por una desconocida fauna nocturna. Respiré hondo tratando de alejar el mareo, punzaban piernas y brazos como si recién me hubiesen desatado de un potro de tortura. Recorrí media cuadra advirtiendo cantidad de “hoteles alojamiento”. Seguí despacio hacia adelante doblando en la primera esquina. A esa altura el aire nocturno me había hecho bastante bien. Contemplé la probabilidad de tomar taxi, aunque enseguida la deseché. Era preferible hacer tiempo, dar vueltas o sentarme un rato a llegar en ese estado. Había gran variedad de oferta sexual y los potenciales clientes se trasladaban en auto. Tantas mujeres ligeras de ropa me dieron ganas de acostarme con alguna. Por la calle Catamarca veo venir a una platinada alta con vestido ajustadísimo color fucsia apenas rosándole los muslos.

-Hola, papi- ronroneó.

- ¿De dónde sos?

-De Guayaquil y toda para ti- respondió manoteando mi entrepierna.

- ¿Cómo te llamás? - pregunté, sonriente, metiéndole la mano derecha entre las nalgas carnosas.

- Jennifer, pero me apodan garganta profunda.

-Apa… Venís con regalito- hablé sorprendido al tocar sus testículos depilados.

-Soy todo terreno.

Se frotaba contra mi cuerpo esquivando mis intentos por besarla en la boca.

-Parece un lápiz- me salió al palparla de adelante.

-No escupe tinta.

Me apretó el trasero con las dos manos.

- ¿Viene con punta o capuchón?

-Bueno, papi, me tengo que ir- dijo repentinamente, dando dos saltitos con su taco aguja, para entrar a un taxi.

-Perá un cacho…- reclamé confundido.

–Chau, bonito- saludó asomada por la ventanilla abierta.

Quedé aturdido pero contento sin saber a ciencia cierta si era real lo que acababa de suceder. Me dolía la cabeza cuando quise comprar cigarrillos en un quiosco. Los tuve que devolver, la hábil guayaquileña me había robado. Volviendo a pie, puteaba por lo bajo la mala suerte, sabiendo que mi gorda, para controlarme, seguro habría dejado puesta su llave del lado de adentro de la puerta.

S.F.