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miércoles, 22 de noviembre de 2023

Freedom discoteque

 

Capital Federal, 1987 

La discoteca Freedom quedaba en el barrio porteño de Núñez, sobre la avenida del Libertador al 7900, pasando el estadio del club Obras Sanitarias de la Nación, cerquita de lo que había sido hasta hace unos pocos años el Centro Clandestino de Detención bajo el último gobierno de facto, que funcionaba en el edificio de la Escuela de Mecánica de la Armada. Para entrar se ascendía por una escalera en dos tramos y apenas arriba lo primero que saltaba a la vista era aquella foto enorme de la agrupación de hard rock británico The Cult (en cuidado blanco y negro, como trío, sin baterista) del disco Love, colgada atrás de la barra. Recuerdo haber esquivado cuadrados puf de cuerina blanca desperdigados por gran parte del local en el que ese domingo tocaban Perdón Amadeus, la banda liderada por el colorado Gary Castro, luego devenido en conductor televisivo de programas musicales; Euroshima, cuya cantante llamada Wanda contaba con cierto parecido y se maquillaba imitando exasperadamente a Siouxsie, aunque tuviese varios kilos de más que la inglesa y Honrados Ciudadanos, otra de las tantísimas bandas que proliferaban por el circuito de pubs porteño pero que tenía la particularidad de contar con una baterista mujer, algo que no se veía desde la formación original de Sumo. Aquel ambiente sinestésico, armado con luminarias giratorias y lucecitas color violeta, propiciaba el clima de tonalidades envolventes necesario para que cualquier grupo se destacase, siempre y cuando sonara ensayado. Había ido raramente solo, aunque en el lugar conociese a casi todo el mundo y, como nunca, aspiraba divertirme. En un momento me asusté de verdad, esa es la palabra adecuada, cuando, entrando a la pista, tropecé con las caras chupadas y ojos saltones como búhos de los hermanos Moura, que me clavaron la mirada mientras sorbían las bombillas de sus respectivos tragos coloridos. Pero aquel susto iba a implicar el principio del final de la noche para mí, porque resulta que, apenas unos pasos adelante, me encontré a mi amigo Varicela, quien me invitó a tomar una ginebra en la barra. Ya había largado la banda con baterista femenina y el show no se podía seguir bien desde ahí; la bebimos como si fuese agua y me invitó otra, insólitamente servida en vasos de whisky. Mi idea era ver, así que me alejé de la barra, ginebra en mano, y no pasaron ni diez minutos cuando Varicela me aborda en plena pista con cara de preocupado repitiendo: “Unos psicodélicos me quieren pegar, unos psicodélicos...” “¿Que pasó?”, grité. “Les volqué ginebra”, aclaró Varicela abonando a mi confusión y, apenas levanté la vista sobre su hombro, conté por lo menos ocho “monos” que venían hacia nosotros apartando gente con geta de enojo. “Vamos”, ordené. Rápidamente nos escabullimos por un costado oscuro, los teníamos a un metro al bajar las escaleras como por un tobogán y así como salimos cruzamos Libertador; no sé todavía qué nos protegió, los autos consiguieron frenar o esquivarnos sin que se produjeran accidentes y nos puteaban hasta en mandarín. Corrimos atravesando calles laterales atentos a nuestros perseguidores y en un momento vimos aparecer a un colectivo de la línea quince por el carril contrario y cruzamos otra vez a los piques haciéndole señas y por suerte paró. No me olvido nunca más de la sensación de estar a salvo que me produjo ir, ante la mirada inquisitiva de unos pocos pasajeros, hasta el asiento largo del fondo y reconocer a nuestros amenazantes perseguidores, parados en la vereda respirando con la boca abierta, en clara actitud de fracaso; entonces, ya con el coche en marcha, apoyé las rodillas en la cuerina sosteniendo un fuck you con mi mano derecha en alto a través del vidrio trasero, que estaba sorprendentemente limpio. 

Texto incluido en el libro Aguafuertes de los ochentas, 2014.

S.F.

martes, 2 de mayo de 2023

A modo de prólogo

Cuando yo cursaba el quinto grado de la escuela primaria, en respuesta a una broma que hice dentro del aula durante el recreo, mi compañera de banco, sin decir palabra, me aplicó un puntapié en los testículos. Recuerdo el dolor, me cubrí con ambas manos y arqueé el cuerpo hacia delante, lloraba. Ni bien entró la señorita Elena, con sus enormes anteojos de sol y el peinado a lo Mafalda, preguntó agravando su voz de mando qué estaba ocurriendo. Ante mi hipada versión de los hechos y frente a las justificaciones de mi compañera de banco, observando que yo no paraba de lagrimear, instó al grado a que coreara el estribillo de una canción. Así las cosas, además del dolor que persistía, rojo de vergüenza por el papelón, tuve que reprimir impulsos de todo tipo pellizcándome los muslos, mientras oía: “Dicen que los hombres no deben llorar...”, versión libre entre sonrisas y burlas, con la vista clavada en los labios rosados de la señorita Elena, quien reflejaba el jolgorio del grado a través de sus negros anteojos.   

Pasé años sin poder llorar, demasiados, diría yo. Llegado el caso apretaba fortísimo las mandíbulas, pensando en cosas agradables. En ese lapso empecé a escribir, no por aburrimiento, fue un efugio, absoluta necesidad. Después aprendería que cuando uno se pone a pensar para qué escribe deja de escribir. Volviendo al tema, sólo largamente superada la adolescencia, amparado por la semioscuridad de un cine, lloré en silencio. Pasó el tiempo, pero finalmente entendí que la señorita Elena, aplicando la docencia como abre una incisión un cirujano, me estaba obligando a crecer.

S.F.

 

lunes, 12 de julio de 2021

Balneario Barracuda

Cualquiera merece unas buenas vacaciones, y el hecho de mudarse por un tiempito a un lugar con mar disponible debiera de ser una situación enteramente favorable. Pero aquel viaje en ómnibus desde la estación terminal de Retiro, con aire acondicionado soplando a diecisiete grados durante cinco horas, fue una tortura, y, para peor, al llegar al balneario bonaerense de Villa Gesell, mi compañera de ruta y un servidor nos desayunamos de que no arribábamos a la histórica terminal frente al edificio donde alquilamos, ésta era flamante, espaciosa y quedaba a veinte cuadras. Amanecimos con un día espléndido, desde nuestro balcón sólo divisábamos una lonja azul verdosa pese a que el anuncio prometía “vista al mar”. A mi gorda, tan blanca como una ballena blanca, le costó trabajo calzarse su malla enteriza, y después de untarnos una buena capa de bronceador con beta caroteno factor de protección solar cincuenta, salimos provistos de heladera portátil, toallones playeros, sombrilla y sillas reposeras. El sol brillaba a sus anchas sobre el atlántico helado y con mi gorda optamos por mojarnos los pies en la orilla, avanzar despacio para que el cuerpo vaya tomando temperatura, pero cuando nos llegó a la cintura de golpe la perdí de vista. Fueron apenas segundos desesperados en los que empecé a chillar y hasta pedí ayuda al bañero agitando los brazos en alto. Emergió echa una tromba escupiendo líquido e insultos y ante la mirada azorada de los demás veraneantes nos fuimos a guarecer bajo la sombrilla. Trató mal a un senegalés vendedor de anteojos y recién se calmó zampándose media docena de empanadas bajadas con un litro de gaseosa cola. Aunque lo peor de aquella primera jornada en la playa estaba por suceder… Viéndome de cuerpo entero en el espejo del placard, noté mi piel colorada como tomate y de la bronca cerré con fuerza la puerta sintiendo ruido a vidrio roto: mal augurio. El martes también fue espectacular. Yo seguía despellejándome porque no cabíamos ambos en la sombrilla y mi gorda machacaba que la mostaza rancia le había revuelto el estómago, por eso insultó a otro vendedor de choclos y por poco tengo que irme a las manos en su defensa. A la mañana y entrada la tarde había invasión de churreros, iban y venían soplando sus silbatos, gritando a viva voz y hasta uno usaba un pequeño megáfono, y pese a su malestar mi gorda engulló cuatro rellenos con dulce de leche recubiertos con chocolate. Pasadas las diecisiete quiso meterse al agua con el argumento de su calidez crepuscular. Yo la acompañé hasta cierto punto, con semejante corpachón le resultaba sencillo flotar, pero no contamos con la marea, se fue alejando de la costa y cuando intentó volver a nado el estómago le jugó una mala pasada. Tuvieron que traer un lanchón para subirla entre una verdadera dotación de bañeros geselinos. Todo el mundo aplaudía a los rescatistas quienes la depositaron en la arena y se turnaban haciéndole respiración boca a boca, hasta que empezó a lanzar chorros de agua hacia arriba como una fuente de carne y hueso. Por la noche, trasladados hacia la sofocante ciudad de Buenos Aires en ambulancia de alta complejidad, apretando la manota del brazo sin suero de mi gorda, murmuré: debo estar meado por una jauría de elefantes… Manada, me corrigió, con voz extrañamente dulce, hablando en medio de sus sueños dopados. 
S.F.
Publicado en la revista colombiana Quira medios en agosto de 2018.

sábado, 6 de febrero de 2021

Stud free pub

 

Capital Federal, 1985 

Situada en el viejo barrio de Belgrano, a metros del paso bajo nivel de avenida del Libertador en su empalme con la calle Pampa, precedida por un amplio jardín, las paredes cubiertas de enredaderas que trepaban hasta el techo de tejas, aquella antigua construcción de estilo inglés seguramente habría sido una caballeriza y ahora, reciclada, en contrasentido de lo que debiese ocurrir, podía albergar a escaso público. En su húmedo interior contaba con una pequeña barra y a la derecha habían quedado dos puertas box pintadas de negro que permanecían siempre cerradas, al fondo del local el escenario elevado apenas un pie del piso se apoyaba contra un paredón con blanqueados ladrillos a la vista. Si no recuerdo mal ese domingo temprano por la noche tocaban Trixy y Los Maniáticos como única banda. Yo había ido con una loca a la que llamábamos “Mine”, abreviatura de Minerva, no porque pareciese una diosa, fue “rebautizada” por la acidez de sus respuestas que le valieron el apelativo del conocido jugo de limón. Ni bien entramos chilló en voz alta: “Qué grasa”, refiriéndose al baterista de Riff, Michel Peyronel, que hablaba con su hermano Danny quien dijo algo en un español afrancesado, y Michel le sonrió abriendo la campera de cuero para mostrarle su remera colorida con una inscripción en inglés. Traté de arrastrarla de la mano y Stuka, ex bajista y guitarrista de Los Violadores, que era el compañero de Trixy, nos miró extrañado. “Mine, no empecés”, me salió paternalmente, aunque le llevara sólo un año. “Quiero beber”, respondió. Sonaba fortísimo Red London, un “temazo” de los irlandeses Sham 69, cuando pedimos Piel de Iguana con mucho vodka, y esta vez Mine me contó al oído que detrás nuestro se encontraban el manager “Mundy” Epifanio y su hermano “Mini” haciendo sociales. Apenas di media vuelta vi también a la productora Laura Narvax charlar animadamente con su tocaya Laura Ramos (hija del dirigente de izquierda Jorge Abelardo Ramos) quien se encargaría de escribir crónicas de la noche capitalina para el positivo Suplemento Joven del diario Clarín llamado Sí, que saliera ese mismo año. Con el local lleno saltaron al escenario Los Maniáticos platenses que, al poco tiempo, ya sin Trixy, seguirían recorriendo antros usando el mismo nombre, y largaron el primer tema. Mine, secretamente, admiraba y envidiaba a Trixy, y apenas si conseguía tratar de emularla en la vestimenta, por eso se calzaba medias negras de red, minifalda de jean haciendo juego con la campera y también le copiaba el corte de pelo. A los segundos apareció Trixy con su habitual despliegue de energía, cantando a grito pelado, competía en presencia con Roxana, su flaquísima guitarrista de aspecto masculino, que llevaba ajustadísimos pantalones de cuerina roja y despertaba comentarios en aquel público encantador. Mine no tardó en señalar: “Son pareja”. En medio de esa concurrencia “farandulesca” del nuevo rock nacional, cuando algunos fanáticos hacían pogo frente al escenario, de pronto, Mine, amparada por la semioscuridad, arrojó su vaso vacío de trago largo apuntando a Trixy, pero fue a dar justo en la cara del baterista. Por obra y gracia de la pericia de éste el tema no se interrumpió pese a que el bueno de Gustavo sufrió un pequeño corte. “Sos una pelotuda”, le grité al oído zarandeándola con fuerza del brazo, y ella respondió: “La voy a matar”. No tengo manera de pararla sin quedar expuesto, pensaba, preocupado, perdiéndome el show. Entonces Mine le pidió un cigarrillo al “punkito” que tenía al lado y vislumbré mi oportunidad para alejarme. Como quien no quiere la cosa me escabullí hacia la barra y acodé ordenando gin con vodka. Trixy entonaba su tercer tema en el momento en que voló un cigarrillo encendido pegándole sobre su ojo derecho. Dio un gritito dejando de cantar para frotarse y ahí sí vi cómo brotaba del mismísimo público una “punki” enorme que le colocó un puñetazo a Mine en pleno rostro. Tuve que sacársela de encima y llevármela del lugar ante la atenta mirada de los concurrentes porque le sangraba la nariz y esa “punki” persistía esgrimiendo una púa con serios fines de dañarla del todo. “Putas lesbianas” fue lo único que repetía Mine tratando de reducir la hemorragia con su remera negra, mientras volvíamos en taxi con destino a la parte habitada de la Chacarita. 

Esta crónica pertenece al libro: Aguafuertes de los ochentas, 2014.
S.F.

domingo, 23 de agosto de 2020

Maty el hermoso

A Lili, mi entrañable abuela materna, le encantaba repetir que su nietito preferido sería gran conquistador; y yo me imaginaba capitán de buque pirata desembarcando en playas exóticas. También la tía Ana, hermana menor de papá, afirmaba concluyentemente que rompería muchos corazones femeninos: ni siquiera soy cardiólogo. Pero mi vieja entendía de qué hablaba; siempre, desde la cuna diría yo, mamá vaticinó mi vínculo con una mujer gorda, y aquello que para algunos puede transformarse en condicionamiento o llegar hasta el punto extremo del trauma, yo lo tomé como desafío. A decir verdad, nunca resulté atractivo para el sexo opuesto ni para el propio. Tuve escasa experiencia con chicas a lo largo de mi adolescencia, después tampoco florecieron alentadoras relaciones, sólo un puñado de noviazgos y si te he visto no me acuerdo… 
A pesar de todo, en algún momento, la vida nos acaricia. 
Cuando la conocí, Valeria recién había cumplido veintisiete años. Le cedí mi asiento en el colectivo por creerla embarazada, aunque no estaba tan obesa como ahora. Casualmente viajábamos en la línea dos y nos fuimos haciendo amigos. A las pocas semanas le propuse ir a tomar algo al salir del trabajo; yo me iniciaba en la cadetería bancaria, ella vendía ropa informal. La cité una tarde calurosa en el Teatro San Martín, porque daban películas a cualquier hora y, además, por su ubicación estratégica sobre la Avenida Corrientes donde hay infinidad de librerías, teatros, cafés y pizzerías. Esperé en el enorme hall central, disfrutando del aire acondicionado, oyendo alegremente a una banda de jazz. Justo esa misma mañana, yéndome de mi casa en Villa Luro, descubrí un objeto tirado en la vereda cubierta por pasto crecido y me acerqué; trae suerte, dije guardándolo, omitiendo el oxido y los clavos doblados. Al ver entrar a Valeria cargaba la herradura en mi mochila y compararlas fue un acto inevitable: hombros caídos, redondeces notorias distribuidas por su oronda anatomía, cabeza diminuta contrastando con su corpulencia generalizada. Y pese a llevarme quince centímetros de altura me sedujo su sonrisa apenas insinuada, esa manera cansina al desplazarse, la precisión en el uso del vocabulario, su voz suave y melodiosa trasmitía cierta calma. Al quinto encuentro, sin mediar palabra, confesó su virginidad. Quedé callado, la mirada fija en mis zapatillas flamantes; Valeria agregó: “te amo, Matías”. De nuevo no supe responder; probablemente enrojecí, pero me sentía muy bien, por primera vez especial. La noticia produjo el compromiso de ser nada menos que yo quien zanjara aquella incómoda situación. Entonces tomé coraje, admitiendo medio a la ligera que cantidad de personas en el mundo sufren de halitosis, y, cautivado por sus ojazos color miel, le planté mi glorioso primer beso en su roja boca carnosa. 
S. F. 
Publicado en la revista colombiana Quira medios en abril de 2018.

domingo, 3 de mayo de 2020

Colimba

Un frío mediodía de 1983, cuando la vuelta a la democracia era un hecho, el director de nuestra ENET Número 33 dio autorización para que en la hora de matemáticas pudiésemos oír el sorteo, efectuado por Lotería Nacional y transmitido en directo por LRA Radio Nacional. Al escuchar el número se me ensombreció la cara y por mi cabeza sólo deambulaba una frase: “me quiero morir”. Ya había pedido prórroga de dos años, cedida por estudiante secundario, y debía hacerla a los veinte, pero aquel 641pesaba como casco de guerra y el alcance de aquella prórroga resultaba transitorio. En vacaciones saqué de la biblioteca familiar “En el camino” de Jack Kerouac, su escritura frenética me transmitió la necesidad imperativa de conseguir un auto para recorrer el mundo, aunque no supiese manejar. Pero aquel texto había sacudido sobre todo una idea manifiesta de liberación interior que la obligatoriedad del servicio militar arrancaba de cuajo. Llegado el momento expuse la intención de desertar y en casa se armó un revuelo de novela. Mi viejo afirmaba que al identificarme en cualquier control saltaría mi condición y me confiscarían el documento metiéndome preso. Mamá rogaba que fuera al cuartel de La Plata, ni bien viniera por correo la famosa cédula de llamada, para hacer la revisación médica y así evitar males mayores. Quienes se presentaron esa mañana soleada del 6 de abril de 1984 fueron destinados al Regimiento de Infantería de Montaña 10 en Zapala, Neuquén. A mí me tocó el reclutamiento por la tarde y quedé en Buenos Aires, más precisamente en el Estado Mayor General del Ejército, a pasos de la Casa Rosada. La Compañía Servicios se encontraba en el segundo subsuelo del Edificio Libertador y a los asignados a esa unidad, entre otras tareas, nos correspondía vigilar el funcionamiento de la calefacción central. Los soldados accedíamos por escalera, aunque hubiese montacargas con capacidad para transportar un Fiat 600, y nuestro puesto era una cuadra de enormes dimensiones en la cual dormíamos y dos patios internos donde nos “bailaban”. También había oficinas para suboficiales, dos cafeterías atendidas por conscriptos, un cuarto pequeño para el “sumbo” de “imaginaria”. Al alba y antes de que anochezca el soldado designado debía descender hasta el tercer subsuelo, internarse en medio de columnas de hormigón guiado por la roja luz testigo del tablero, para prender o apagar la bomba de agua. Al segundo día barríamos escalón por escalón aquellos 18 pisos interminables, todos hacíamos la venia a cada mando superior, siempre birrete bien colocado, vista al frente y clavados en posición de firme pese a pender de un peldaño. A pleno sol nos hacían salir a la plaza de armas munidos de rastrillos y escobillones para limpiar el extenso playón contra un viento arremolinado, juntando en grandes bolsas de arpillera hojarasca, papeles y basura. El sargento ayudante a cargo de nuestra Compañía era morocho, alto, fibroso y lucía su uniforme con orgullo. Al incorporarnos corríamos a vestirnos de fajina, nuestro sargento ayudante nos hacía formar en la cuadra delante de los armarios para inspeccionarnos, y a quienes no guardaran postura de firme les daba un golpe con la mano abierta en el pecho. Explicaba que había sido modelo, acaso creyendo reforzar su autoridad al enseñarnos orden cerrado. “Civil”, era su ofensa preferida. “Yo me voy, vos te quedás”, repetía para mis adentros como un mantra. Nuestro sargento ayudante, en esa etapa, nos fue citando en su despacho y anotaba en un cuaderno nivel educativo, zona de residencia, actividad de nuestros padres, a sabiendas de que el noventa y nueve por ciento de sus reclutas había llegado a la Compañía por acomodo (hasta los recomendados previamente cumplieron un mes entero de instrucción en Campo de Mayo), excepto un conscripto oriundo de la localidad de Villanueva y yo. Y desde mi reunión con el sargento ayudante, donde no obtuvo rédito, pasé a ser pretexto para justificar “bailes” y foco principal de sus reprobaciones. Porque nuestro sargento ayudante por medio de sus subordinados recolectaba diarios, revistas, perfumes, ropa, alimentos, materiales para la construcción y hasta tuvo suerte de que un soldado integrara la reserva de Boca Juniors, y a cambio de dejarlo asistir al entrenamiento exigía entradas y anabólicos para completar su rutina de ejercicios en el gimnasio del piso 13. Al tercer mes, en una parodia de sorteo en la que se iría de baja la primera camada de conscriptos, aflojó el adiestramiento. Después de almorzar ahora nos daban hora libre y casi todos en vez de dormir marchábamos a la cantina para fumar, comer galletitas o alfajores. En ese ámbito circulaban todo tipo de rumores, como la existencia de un pasaje subterráneo que comunicaba la Casa Rosada con nuestro Edificio Libertador, traspasado por el General Juan Domingo Perón para protegerse de los bombardeos de 1955. Pero el más popular era la intrigante oficina del piso 11 repleta de cajas del whisky preferido de Leopoldo Fortunato Galtieri. En la cantina conocimos a Jorge, soldado “viejo”, quien nos desasnó sobre el significado del término “colimba”: corre, limpia, barre. Jorge también contó la historia de Petro -ese gordito que pelaba montañas de papas-, el suboficial a cargo lo apodó Petrona, por Doña Petrona C. de Gandulfo, famosa cocinera de televisión; era clase 61 y había llegado del interior de la provincia de Buenos Aires; engordó diez kilos, aprendió a cepillarse los dientes, a usar desodorante, papel higiénico, y cumplido su año de servicio militar obligatorio pidió quedar como ayudante de cocina. En la niñez dibujaba y mis parientes pronosticaban vocación de artista plástico, aunque a los 16, deslumbrado por el rock de la década del 70, empecé a escribir letras, componer canciones y al poco tiempo, junto a un amigo del barrio, formamos dúo con nombre latino al estilo Sui Generis interpretando tormentosos temas propios. Alejandro y Gustavo escuchaban rock progresivo, heavy metal o punk rock, y esa particularidad nos diferenciaba de los “bolicheros”. Excepto a quienes designaban imaginaria, al resto de la tropa le concedían permiso de salida a las 18 y estaban obligados a retomar servicio a las 6. Tratando de sacarle provecho al uniforme con Ale y Gusti empezamos a frecuentar la calle Lavalle porque estrenaban montones de películas prohibidas para menores de 18. Andábamos sin birrete, las manos metidas en los bolsillos, piropeando chicas por la peatonal Florida; recalábamos en disquerías y librerías, curioseando títulos nos sorprendía la noche. Pero era en bares de la avenida Corrientes donde nos hallábamos a gusto, intercambiando datos acerca de grupos musicales, escritores, discutiendo de fútbol y política, pese a que el tema recurrente fuese la deserción: “No planeo perder un año bajo bandera”, insistía Ale, “es mi tiempo y hago lo que quiero”. “¿Adónde vas a ir sin el DNI?”, retrucaba Gusti racionalmente. “Yo trataría de cruzar en bote al Paraguay”, explicaba, revelando una de las opciones barajadas antes del sorteo. Un mediodía lluvioso interrumpieron la instrucción para formarnos y nos hicieron dar un paso al frente a Salazar, a Moreno y a mí. Jamás supe si fuimos elegidos azarosamente o por nuestro comportamiento. Subimos en ascensor hasta una oficina del sexto piso colmada de documentación y nos encerraron bajo llave con la orden estricta de introducir hoja por hoja pilas de expedientes por una trituradora de papel. Nos turnábamos en el uso del ruidoso artefacto y para embolsar la parva de tiritas escupidas parejamente, que temprano por la tarde cargábamos en un camión. Contentos por eludir bailes y mal trato, hacíamos bromas en voz baja acerca del contenido de aquellas páginas descartadas, la mayor parte de tamaño oficio escritas a máquina con tinta negra, y como en una película de espías fantaseábamos esconderlas entre la ropa o memorizar su contenido. Salazar fue el primero en atreverse a leer expedientes con membrete del ejército argentino atravesados por un sello rojo en calidad de confidencialidad. Pero al segundo día, por miedo a que hubiese cámaras ocultas, seguimos alimentando esa alargada boca dentuda hasta vaciar la oficina. “¿Por qué soldado?, ¿subordinación y valor…? yo quiero ser escritor”, grité en avenida de Mayo espantando transeúntes. Gusti proyectaba terminar la secundaria y trabajar con el padre en tornería mecánica hasta reunir plata suficiente para comprarse una guitarra eléctrica. Ale se veía de lleno en alguna actividad relacionada al arte. Me hizo escuchar un disco de Luis Alberto Spinetta a través del cual descubrí la figura de Antonin Artaud; leer “Antología de la literatura fantástica”, donde Jorge Luis Borges junto a Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares me revelaron la existencia de James Joyce, Franz Kafka o Macedonio Fernández. Habían corrido diez semanas de la segunda baja -Ale salió licenciado por recomendación de un Teniente General con pase a retiro- aunque para nosotros parecían décadas. El EMGE contaba con personal civil de mantenimiento y por descarte me incorporaron a electricidad, quedando como auxiliar de un cabo primero. Reparábamos planchas, estufas, aires acondicionados y el cabo primero, en los francos, arreglaba heladeras y conducía su propio taxi. Un martes invernal nos tocó ir al departamento de un Mayor de Infantería. Lo habían trasladado desde Misiones y nosotros éramos encargados de instalar sus arañas de bronce. El cabo primero estacionó en Coronel Díaz y yo fui poniendo en la vereda aquellos armatostes. Toqué timbre varias veces y respondía entrecortadamente una voz femenina. “¿Qué pasa?, milico”, interrogó mi cabo primero, todavía sentado al volante. “Esta pelotuda no me oye”, exclamé; justo sonaba la chicharra de apertura de la puerta vidriada. Subí todo al ascensor de servicio y ni bien se detuvo en el cuarto piso vi, a través de las puertas tijeras, la esbelta figura de una mujer rubia en deshabillé y pantuflas turquesa. Nunca me insultaron tan degradantemente. Soporté el surtido interminable con la vista al frente. Cuando se cansó de vociferar, la esposa del Mayor dispuso, manteniendo intacto el tono mandón, que entrase de una buena vez sus pertenencias: “tagarna mogólico”. Volviendo al Edificio Libertador pasé el parte sobre lo sucedido y mi cabo primero, tentado por un ataque de risa, trataba una y otra vez de explicarme el funcionamiento de los porteros visores. Los fines de semana, con el edificio inactivo, nuestro sargento ayudante aprovechaba para hacer sus peores tropelías: nos obligaba a desenterrar plantas repuestas por el jardinero y a cargarlas en su auto, sustraía ropa militar y arrancaba hasta tapas de luz. Pero el acabose le llegó un sábado al sacar herramientas de un ascensor en reparación. Recuerdo el pedido desesperado de aquellos operarios por recuperar su equipo de trabajo -importado casi en su totalidad- de la empresa privada encargada del mantenimiento. Nos rogaban que contáramos la verdad: todos guardábamos silencio. Una tarde nos juntamos Gusti y yo con los operarios en un bar a metros de la CGT y pese a que nosotros no habíamos sido los encargados de meter el bolso en el baúl del Peugeot 504 de nuestro sargento ayudante, podíamos denunciar al soldado en cuestión para obligarlo a declarar, iniciando una cadena de complicidad. Así se hizo. El sargento ayudante fue citado por una junta militar, tuvo que devolver el botín y a partir de ese hecho le prohibieron darnos órdenes. Al salir de baja pensaba que mi experiencia como soldado había sido nula, aunque esas vivencias castrenses finalmente contribuyeron a ampliar mi visión del mundo. Entre los momentos gratos que conservo de mi año en el ejército prevalece la imagen de una ciudad despoblada. Cálidos domingos cuando nos escapábamos para recorrer San Telmo, lejos de su zona turística, sumándonos a los habitantes de las pensiones jugando picados en estacionamientos desiertos, o tirándonos a tomar sol en las barrancas acolchadas por el césped del Parque Lezama, sentados viendo pasar chicas en el mismo banco donde transcurren fragmentos de “Sobre héroes y tumbas”, comiendo facturas recién horneadas, tomando del pico gaseosa helada. 
S.F. 
Nota publicada en el diario Clarín el 23 de marzo de 2019.

lunes, 24 de febrero de 2020

Teatro Arlequines

Capital Federal, 1988 

En el barrio de San Telmo, sobre la calle Perú al 500, funcionaba un espacio de teatro alternativo donde también, a mediados de los ochentas, empezaron a organizar conciertos de rock. Su entrada constaba solamente de un portón negro, tenía una pequeña boletería y la escalera en dos tramos con escalones de mármol. Este antiguo edificio era una construcción más larga que ancha, presentaba alto su escenario con camarín tras bambalinas y una barra bien puesta al fondo. Esa noche se suponía que iba a ser de fiesta porque tocaban bandas de reaggae nacional: La Zimbabwe Reggae Band, liderada por su primera guitarra Afo Verde y el cantante Marcelo "El Chelo" Delgado (estimo que lo apodaban así por llevar un nombre semejante al del jugador de fútbol surgido en Rosario Central que también pasara por Racing Club y Boca Juniors) y Los Cafres, con su esquelético guitarrista y vocalista Guillermo Bonetto como emblema. Había ido custodiado por un par de rollizos conocidos, con respectivos nombres agudos, extrañamente amigos entre sí; subrayo el adverbio calificativo porque Adrián, nacido en Nueva Pompeya, era hincha fanático de San Lorenzo y Germán, criado también en Pompeya, quien vivía a tres cuadras del anterior, sufridísimo simpatizante de Huracán. La cuestión es que ingresamos y nos confundimos con el público de reggae, en medio del cual había muchas sonrientes señoritas y recuerdo claramente que aspirar de golpe aquel infaltable olor hipnótico casi nos tumba. Sonaba la canción del jamaicano Bob Marley: Stir It Up a todo volumen y yo quería tomar un trago y ponerme despierto para tratar de conquistar alguna chica con rastas, pero los gordos, además, comer algo, echándole la culpa a aquella humareda imperante. “El faso da hambre”, insistían y se tomaban la barriga al unísono, como si lo tuviesen ensayado. Transcurrieron pocos minutos y se presentaron Los Cafres, quienes eran seis músicos en escena. Al ritmo de esas armonías palmarias en un momento me di cuenta de que tenía fijada la sonrisa y de que mis movimientos inarticulados parecían producidos desde arriba por hilitos invisibles y me quedé mirando un buen rato hacia el techo. Bonetto, en pleno concierto, arengaba a la concurrencia que coreaba sus pegadizos estribillos. A todo esto los gordos se habían zampado una docena de empanadas y bebido dos botellas de tinto. No me olvido nunca porque estaba conversando animadamente con una chica bonita llamada Mahina y justo que me pasa el porro Germán eructa sordamente: “Qué hacés”, increpé nervioso señalándole a otras chicas rastafaris, y Adrián, a mi lado, empezó a reírse sin parar “¿Y vos qué te reís, cuervo de mierda?”, dijo Germán en un alarido bestial, girando el corpachón para ponerse en guardia. “Quemero grasiento”, ladró viniéndose encima. “Paren, mastodontes”, intenté separar y me sacaron de un manotazo. El público bailaba tranquilo en su lugar levantando los brazos o haciendo la señal de la paz, pero los gordos se sujetaban forcejeando y provocándose a grito pelado, entonces muchos se fueron abriendo hasta formar un círculo y ellos quedaron solos próximos al centro del local oscurecido. Animados por tanto vino y aspirar la fumarada de los fasos, sus movimientos a lo Sumo eran como en cámara lenta, aunque alcanzaron a armar tal escándalo que vinieron los de seguridad y hasta fue necesario encender las luces. La Zimbabwe había arrancado su show y “El Chelo” tuvo que interrumpirlo a desgano para pedir calma con una voz que intentaba trasmitirla desde el micrófono, porque todos eludían a los gordos que, desde el suelo, apartados por varios “patovicas”, seguían tirándose punta pies y desplegando un variadísimo glosario de insultos. Finalmente, como era de esperar, nos echaron a los tres y terminamos, por iniciativa de los gordos, que ni bien estuvieron en la calle olvidaron sus profundas diferencias futbolísticas, en la pizzería Mi Tío, está vez enfrentados, por poco tiempo, a una grande de jamón y morrones con generosas porciones de faina. 

Esta crónica pertenece al libro: Aguafuertes de los ochentas, 2014.
S. F.

martes, 7 de mayo de 2019

Moscas


La había visto cantar en un barsucho de mala muerte la noche que le di mi tarjeta. Desde el primer momento supe que se enganchaba y al día siguiente me llamó, entonces la cité en la esquina donde me inspira encontrarlas. Yo caí un rato antes para verla aparecer, para verla pararse ahí, qué cara ponía..., en realidad para definir, no estaba seguro. Una vez de pagar el vaso de moscato me fui a buscarla, y la llevé al boliche caro que está sobre la avenida, a escasos metros de donde la hice esperar.  Nos sentamos en una mesa arrimada a la ventana, en esa misma posición, sólo que en el bar de enfrente, minutos atrás, había  estado mirando con muy pocas ganas de levantarme.    
Espero que venga Raúl, bah, Raúl, ahora se hace llamar El Pollo..., Pollo Aguilar; el tipo del que te hablé, le dije. Lo conozco desde la época que seguíamos a Serú a todos lados, dura época... Se puso contento cuando le hablé, me aseguró que venía, que claro que quería verme, pero guarda, mejor no fiarse de nadie, por más amigo..., tiene pilas de contactos para aprovechar, dejalo en mis manos.
-Buenas tardes, qué van a tomar.
-Sí, traeme dos cervezas bien heladas y tres medidas de ginebra en un vaso aparte.
-¿Dos cervezas?
-Que sean Cristal.
Entra una mina rubia, pecosa, delgada, de ojos verdes saltones, yo la miro de arriba abajo, no soy el único, al final me vuelvo y le comento a ésta perejil: si vos quisieras podrías pegar esa imagen, total, sos pendeja, nada fea; ella se encoge de hombros y saca un faso del atado que yo había puesto en la mesa: tirá eso, le grito con voz moderada, te va a joder del todo; y, como inmediatamente de oírla, al encontrarnos, le ordené callarse para recuperar a sus cuerdas vocales de la afonía, sonríe, lo coloca en una hendidura del cenicero de cerámica. El mozo trae las botellas, destapa, yo me sirvo, tomo un trago, limpio los labios con la mano mirándolo caminar; éste es medio trolazo, hablo para mí, y arranco en voz alta: perder es salir segundo, ¿me entendés?, por eso hay que mantenerse sonriente, como contenta, aunque sea para afuera, y por los rollos ni te calentés, se arregla con escenario, mirá que podés bajar dos o tres kilos en un show, calculá en un mes. Prendo otro faso y la veo tragar y enseguida apoyar el vaso, soltala si está muy fría, le digo; contesta con la cabeza, parece un animalito,  puedo ordenarle casi lo que se me cante, si después de todo ella aceptó mis condiciones al ofrecerme para ser su manager (le aclaré de sobra que estaba entrando en el negocio), porque adivina que conozco gente del medio, eso la trajo. MA-NA-GER rima con DO-LA-RES... BE-SA-ME me hago la croqueta desde mi silla con sentadera de rueda de mimbre (bastante cómoda) y disimulo, estiro el silencio descubriendo un lunarcito en el cachete, donde el sol pega de lleno; lo comparo con un sombrero de tanguero visto a muchas MILLAS (por mi actual laburo debo acostumbrarme y usar rebusques a lo yanqui), desde un helicóptero que alarga su sombra temblequeante contra un médano del Sahara. Me sirvo, y mientras estoy tragando pinta una mosca, ella la espanta a manotazos, yo largo el vaso, miro, le pregunto: ¿no te gustan las moscas? Sabés, los veranos siempre me tiro al fresco a chupar una birra helada, y me quedo quieto, el mosquerío se viene y empieza a meterse entre los pelitos, los escalan, me hacen cosquillas; yo creo que es su modo de acariciar; algunos explican, ojo, te cagan, te ponen huevitos..., pero por lo menos si es así lo sé, soy consciente, y esquivo lo que nos pasa con cierta gente: al principio se muestra de lo mejor, y una vez que entrás en confianza, te garcan con todas las letras, ¿no?
Me callo, hago de bizco y juego con el paquete de Particulares 30, agujereo celofán apenas acerco el faso ardiente; gruyere; tengo la impresión de que la mayoría, hasta ese gilastro que ahora sube al ñoba, está pendiente de nosotros, nos estudia..., ya te dije, le digo, de hoy en adelante vas a venir a estos lugares, te vas a vestir con ropa de marca, y nos vamos a mover en tacho. Por segunda vez pone cara de ángel y sus cachetes se inflan volviéndole la cara despreciablemente redonda. El tipo sigue haciéndose desear, entonces, le hago una seña al mozo, él me retruca con otra inentendible, y yo grito una blanca más.
-Por mí está bien -me habla como en un velorio.
-Yo necesito un barril con este lorca de fin de año -le contesto y corro la manga para ver la hora, nunca había esperado tanto (mentira, pienso), reflexiono en voz alta, respaldado por su gesto de aprobación, y, arremangando la camisa de raso negro le comento: te vi la noche pasada, y a mi entender no sale tan mal... , ya te conté, igual me la voy a jugar por vos, pero tu manía de afanarle   yeites a la Valeria es pobre, nosotros debemos ir al origen, ya te voy a hacer oír a la Streisand, esa sí es bárbara. Cuando veas los videos que por ahí me prestan, te pido que le pongás tanta atención como la que éstos nos ponen; imaginate un adelanto de lo que seguro van a darnos cuando la fama se nos arrime. Quiero, en especial, dedicarle lo máximo posible a cómo camina el escenario, su naturalidad (algo corta en tus movimientos) ,la manera de comprarse al público..., tengo que tenerte al trote, esto es urgente, porque guarda, uno se deja estar y el tiempo se va a la mierda, y un día ves que los tipos ya ni te fichan, y sos basura, bosta entre muchas, dando asco. La vi estremecerse como por un chucho de frío, y justo se acercaba el trolazo.
-Permiso.
-Traeme dos medidas más...  Espero que esté bien helada, las otras parecían caldo.
El mozo se fue con cara de culo y a mí me dio la sensación de que se me había ido la mano, que me había zarpado al divino pedo, entonces, la miré y le confesé: pero nena, figuráte, yo a tu edad era boludo, todavía me enganchaba con las series yanquis, confiando que me iban a dejar ser el mejor jugador del fútbol argentino, y apenas si recién la empezaba a mojar. Ahora, ustedes, si te descuidás, afanan. De a poco retornaba a la normalidad, al rasgo rutinario puesto desde la noche pasada, y yo, seguido de refrescarme los dientes medio marrones, se los enseñé haciéndome el cordial, guiñándole además un ojo. Subí la manga de la camisa, se había bajado, y noté que las agujas volaban: parece que el turro ni va a venir, le dije, y ella levantaba las gruesas cejas negras y las dejaba caer. Sin pensar me pongo a campañarle los aros con figura de masita casera, al mismo tiempo veo, y le aviso, calculando que el rimmel corrido debe ser por lo de hace un ratito. Me froto las manos, fricción de lija, agrego, pero ella no escucha, está metida en la cartera celeste sacando un lápiz de labios, la polvera, una tableta con cantidad de pastillitas de color naranja, y el delineador; prefiero callarme, ojeando hacia el montón que nos morfa con la mirada. Termino lo mío, alzo el brazo, le chisto al mozo. Me enferma verla arreglarse sin ningún apuro, el trolazo ficha, le digo con señas “la cuenta” –guardá, piramos-, le mando, ella acata poniendo mueca de asombro, junta suspendiendo a medio hacer; así que yo, saco de la billetera una moneda de papel, me paro y, viéndola pasar como la mina de otro le murmuro que ni bien salga procure un tacho, y justo la pesco estirar el brazo cuando con veloz movimiento hace desaparecer un cenicero de Gancia, y sigue hacia la calle como si me hubiera entendido. Doy el último vistazo a la barra, el mozo, desde el fondo, me hace una nueva seña inentendible y se viene al humo trayendo la boleta; agita, yo lo imito con el billete rojo punzó lavado (del revés lleva propaganda de un circo), lo apoyo sobre el mantel frente a la mirada de pato del que baja la escalera. Ahora el mozo porfía preguntándome no sé qué, y, antes de cruzar por fin las puertas, les tiro un dope con la boca. Alcanzo a verles las caras de infelices que se quedaron con la leche, mientras me enchufo al taxi, la beso en los labios, y cierro los ojos abandonándome al arranque. Los abro sin aflojarle al juego en el que intercambiamos nuestras lenguas con poco respiro, y me doy cuenta que vamos, pie a fondo, también con poco respiro. Calo al tachero (un tipo joven, pinta de que se las sabe todas, le estudia las tetas a través del espejito con insistencia grave), aprieto los párpados cuidándome de abrirlos después que ella, y le doy un frío beso a sus mojados labios para separarnos.
-Parece que nos corriera la yuta-, rompo el mutismo como dando cartas, relojeando por el retrovisor su expresión alterada, de mala racha.
-Venimos agarrando semáforos en verde -suelta a manera de envido.
-OKA, OKEY macho, tenemos suerte que no nos persigue, si no, con ese amarillo ahora rojo, estábamos listos -repliqué con una falta envido alejándome de sus pretensiones y de ella en el asiento.
-Es en el primero que nos clavamos -creyó gritar truco el pobre, pero, como se debe estar preparado en estos casos para arriesgar sin mostrar, le retruqué –el último diría yo, porque hay que doblar en la primera a la derecha, y no quedan-. Se arma un silencio tenso, y a las cuadras afloja:
Tenías razón.
-Lo hago todos los días, calcado...  Sabiendo de antemano que no iba a mandarse un vale cuatro, perdiendo por cagón, cuando el clima definitivamente se vistió de baño turco, (y, es Buenos Aires) hablé para adentro reconociendo el edificio a medio terminar de la esquina de casa, y, al tragar ese aire de vidrio bajo (hervor de sopa), pregunté: ¿Cuánto es? Para hacerlo perder como típico gil que ni mentir puede, saco mi fardo de billetes falsos (primera clase, no el chiste que dejé en la confitería), le enchufo uno diciéndole sonriente guardate el cambio, y lo cuelgo ahí, con el recuerdo de las tetas, demasiado para un fulano de estos. No pasa de una pajita, opino mentalmente, empujándole la puerta que se estrelló de un golpazo, por avivarme que la fichó de atrás cuando bajaba.
Entramos, las bisagras desaceitadas hicieron su acostumbrado comentario, mi perro El Rata se nos vino encima y la empezó a olfatear entre las piernas; yo, cerrando, pensé en el calor, viéndola tratar casi con desesperación, de alejar al Rata, cariñosamente. Enseguida le tiré una patada, si lo alcanzaba de lleno lo partía; se escondió en el hueco de siempre, abajo del ropero. Ponéte cómoda que ya vengo, le dije, y me zampé en el baño; largué como un litro. La encontré sentada justo en ese viejo sillón, el único, que no por casualidad tenía un resorte salido, entonces le dije: todo bien. Respondió sí moviendo la cabeza, ¿te traigo de tomar?, y volvió a contestar que sí pero hablando a la vez de cabecear; su voz sonó a chistido, y repetí, de mala gana, que se callara, si no no se iba a curar. Fui a la cocina y abrí una caja de tinto y una coca que había comprado para mezclar con algo fuerte, porque hacía tiempo necesitaba probar coca; vine y le alcancé el vaso, me senté en la silla con una de las cuatro patas vendada, y me puse a sorber del pico (o del agujero, como sea), viendo un cacho de género del calzoncillo a rayas salir unos centímetros (media pulgada, hay que hablar así), por debajo del sillón. El Rata nos espiaba sacando su hocico mojado, la boca entreabierta, el aliento haciéndose eco de nuestra charla. Después, seguido de un largo primer trago, la miro, devuelve el vaso burbujeante al piso sin barrer, yo mantengo el cartón húmedo en las manos febriles y le comento: sabés qué..., cuando era chico me daba por decir en pleno verano, QUISIERA QUE SEA INVIERNO PARA PODER USAR EL PULLOVER QUE MÁS QUIERO; ella se reía, pero El Rata bufaba. Por supuesto que tenía uno para el invierno: QUIERO QUE SEA VERANO PARA CHUPARME UN RICO HELADO; la cosa es así, si hace calor la mayoría busca frío, si no al revés, y largaba una carcajada. Ella mantenía la sonrisa, sudaba a la par de su vaso y yo, calculando los próximos minutos, hacía resbalar por mi garganta ese vino dulce que me traía ideas; nuevamente abrí mi bocota: y, el final se presenta, vos lo acusás, las cosas cambian, de golpe y porrazo se ponen distintas, y algo en uno desaparece, pensás en un dolor de muelas y por reflejo te tocás los dientes, aunque pinche el hígado hinchado otra vez; en tal caso la cortás un tiempito, una semanita a lo sumo, tranquilo, comiendo como se debe, y todo sigue..., de algo hay que morir, ¿no? Mira sin entender una mierda, eso me inspira, ni te calentés, le aconsejo, conmigo cerca te va a ir bien. Tomo varios tragos en uno, mientras apunto los ojos al Rata, y caigo en las espesas baldosas; igual conozco unos tipos, sabés, le clavo los ojos también a ella y bajo el cartón al piso, pensando que entierro una mano entre sus pelos grasientos, la levanto y hago dar vuelta, arrodillarse; montó a caballito usando el pelo como rienda, pega un quejido y entonces suelto, me paro, la empujo, la pateo, se sigue quejando a lo mudita, por eso agarro mi silla vendada y le doy por el lomo... confiá en tu manager. Parece cansada, nunca preguntó si había teléfono, por qué estábamos acá, seguro no tiene a donde ir. Esto recién empieza, por qué lo vamos a pudrir, le digo, trata de contestar y le sale como un cloqueo de batarasa; me levanto  camino hasta acomodarme en el apoyabrazos; qué tarde amarilla de hepatitis, habría que haber ventilado un cacho, con el castigo del verano, comento, y disimuladamente le acaricio el lope, antes de ocupar a medias el asiento, de sentir sudor y un dejo de perfume, de intentar bajerle los breteles.
-Pará, qué te creíste -dijo ahogada, echándome a los codazos.
Dame un besito, me hice el simpático, y ella se paró de un salto, haciendo gesto de hay que ponerse, golpeándose una palma de la mano con el puño de la otra. La guita que te voy a hacer ganar, le dije pensando a los gritos.
-Mucho blablá pero ni apareció -largó con un hilo de voz, desafiante.
Estaba ahí, con lo puesto, adelante mío, y yo despatarrado en el sillón que su gran trasero había dejado hirviendo. ¿Te viste bien?, retruqué a propósito, estudiándola despacito de arriba abajo, como si estuviera entrando.
-Andá, gil -dijo con tono suspirante y dio media vuelta buscando la salida.
-Andá vos, chancha pedona -bramé.
-Por qué no te vas un poco a...
Trató de gritar con una voz resucitada, desinflando el pecho, pero aquel portazo no me permitió escuchar lo demás. El Rata, que se había quedado quieto, fichando, empezó a chumbar cuando ella se fue. Perro cagón, hablé, y el bicho de porquería me mostró los colmillos. Entonces lo miré yo, llevando la palma sudada de la derecha hasta las pelotas, que sostuve por encima del pantalón.

Este cuento pertenece al libro “La vida muerde”, Ediciones Simurg, 2004

S.F.

lunes, 15 de abril de 2019

domingo, 22 de abril de 2018

Breves crónicas de Buenos Aires

La revista colombiana Quira publicó la primera de mis Breves crónicas de Buenos Aires. Para quienes quieran leerla copio el link.
Sergio Fombona nace en 1964, en Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina. En 1990 integra la Primera Antología Ilustrada, Editorial Urano; 1992, Premio “Leopoldo Marechal”, Ediciones Barrio de Belgrano, antología. Premio Iniciación S.A.D.E. en el género cuento breve; 1993, Mención de la Edi...
QUIRA-MEDIOS.COM

lunes, 31 de octubre de 2016

Estadio del Club Ferro Carril Oeste

Capital Federal, 1987

Cuando con mi amigo Rafael (le habían puesto Mecha porque se encendía fácilmente con un poco de alcohol), nos enteramos por radio que The Cure iba a tocar en Argentina, empezamos a saltar.
Recuerdo como si fuese hoy aquel día del recital, a mediados de marzo, con calor agobiante pese a que ya era casi de noche; los alrededores y el estadio de Ferro aparecieron cubiertos por afiches de Soda Stéreo, en cuidado blanco y negro, donde el trío se mostraba luciendo modernos peinados estilo dark. Fuimos hasta el acceso pasándonos un cartón de vino tinto que bebimos rápidamente para bajar las pastillas; en los bolsillos de las camperas escondíamos petacas que arriesgábamos perder en el cacheo. Habíamos sacado entrada pero cuando hacíamos fila se generó una imparable avalancha que arrasó el ingreso de la avenida Avellaneda. Corrimos sin parar hasta ubicamos en la tribuna local, desde donde notamos que a lo lejos, cruzando toda la cancha, sobre el escenario se aprestaba La Sobrecarga. Nos sentamos a recuperar aire en los tablones de madera viendo cómo, por dos grandes agujeros en el alambrado olímpico detrás y a un costado del arco, la gente se metía al terreno de juego, y comentamos con preocupación el hecho de que facciones de particulares tumbaban a muchos para robarles. Al rato Mecha vio a una amiga de su hermana deambulando en soledad por la explanada justo bajo nuestra ubicación. La llamó a los gritos por el nombre y la morochita no tardó en subir. Miriam Andrea parecía aliviada de vernos, se sentó entre ambos y enseguida comprobé por su mirada que le gustaba. Bebió un sorbo de coñac y nos propuso, señalando los huecos, por qué no íbamos al campo. Decidimos atravesar ese prolijo césped manteniéndonos bien juntos y llegamos hasta el borde mismo del alto escenario, armado encima de la tribuna visitante. Había finalizado la banda soporte y era inminente la salida de The Cure.
De pronto se apagaron las luces y a Miriam Andrea le dio miedo, por eso abracé su menuda y cálida cintura, hundiendo mi nariz entre el abundante pelo azabache con rico perfume. Iban por su segunda canción y Mecha, colorado como un tomate, me dejó la última petaca de brandy e improvisó un pogo en medio del público; yo aproveché para arrinconar contra una lona verde a la amiga de su hermana.
A mitad del show, ese mismo grupo de barra bravas que estaba robando dentro del campo de juego (oímos que también habían matado a un perro de policía y destruido por completo un puesto de panchos), ahora insultaba a los Cure en los breves silencios entre tema y tema, sólo porque eran ingleses. Habían trascurrido cinco años de la guerra de Malvinas, y no entendíamos qué relación tenía aquel conflicto bélico con una banda dark, comentábamos con Miriam Andrea, indignados. Todo se complicó cuando uno de estos muchachones le dio un botellazo en la cabeza al cantante Robert Smith, quien pedía calma, tratando de hacerlo en castellano. Y en ese momento se produjo un hecho que jamás ocurre con los habituales concurrentes a los estadios de fútbol: la gran mayoría de los chicos que había ido a escuchar y a pasarla bien, reaccionó violentamente contra este grupito minúsculo organizado para delinquir. Pero al irrumpir la policía, repartiendo palazos, yo, como tantos otros, me vi superado por las circunstancias, entonces apreté fuerte la muñeca de Miriam Andrea y emprendimos la retirada hacia la salida más próxima.
Sentados a la mesa de una pizzería en Primera Junta oímos con amargura que The Cure volvía a sonar. “Ya es tarde para volver”, dije, el rebote del tema Close to me cubría las conversaciones de los demás comensales. Y de pronto, como encontrando el remedio para la cura de nuestro transitorio mal, Miriam Andrea y un servidor insinuamos al unísono: “La noche recién empieza…”, risueños, mirándonos a los ojos, mi mano buscando la suya sobre el mantel blanco. 


Esta crónica pertenece al libro: Aguafuertes de los ochentas, 2014.
S.F.

martes, 23 de agosto de 2016

Demora sanitaria

Comentan las malas lenguas que aquéllos surgidos de las aguas turbias, ancestralmente hablando (claro está), somos seres perezosos por naturaleza, será por la extrema lentitud con la que nos desplazamos o por tanto hacer la “plancha”, me pregunto en soledad. Y respondo: “al final parece que esperaste demasiado, lagartón”. Es sabido que uno a veces se deja estar, e incluso desoye mandatos personales desligándose de los compromisos, elude la rutina y hasta verse al espejo cansa. Aunque llamado a actuar no queda otra opción que reaccionar positivamente y salir a lo que sea, y ahí está la clave, porque en esas situaciones, por lo común suele provocarse en mi interior cierta resistencia casi orgánica, avanzada voluntad evasiva mortalmente presta a recostarse y contemplar el ocaso a través de la ventana, y si llueve y refresca mejor, más poético. Por ese motivo jamás podría haber sido médico, ni bombero (menos voluntario), tampoco policía, Dios me guarde, me santiguo siete veces... Volviendo al principio de mi propia alocución, todavía me encuentro envuelto en el compromiso de confesar ante mí mismo (frente al espejo del botiquín, dado el caso), que quizá esperé mucho tiempo para contrapesar el criterio sobre lo que esperaban de mí los demás, porque es muy triste reconocer que nunca hubo nadie esperando algo bueno de esta pobre iguana de pantano, ni en vida de mis desilusionados progenitores. Entonces reflexioné (haciendo gran esfuerzo mental), que dicha espera podía ser eterna, por supuesto exagerando, ya que nunca pretendí la eternidad; “lo único que me faltaba”, dije en voz alta, “con lo mal que se vive”, reproché seriamente, “eso sí sería una verdadera desgracia. ¡Joder!” 

S.F.

lunes, 14 de marzo de 2016

A renglón seguido

Me dije echo todo por la borda (terminología marítima empleada en el habla del común), pensando neutramente: si a los batracios se nos renueva la piel por completo varias veces al año; jugué con la idea absurda dando por sentado (cavilando como leguleyo) que cambiar era sencillo para una larva temblequeante y huyendo hacia el futuro, mientras me convencía de estar en pleno proceso de cambio (frase de la jerga política), situación que muchas mujeres suelen afrontar recurriendo a la estética, sin hilar fino (regla de costurera); los lagartos no van al cielo (afirmación netamente religiosa), sentencié para mis adentros, hablando en potencial, y por primera vez en la vida oír mi patético gimoteo me alivió; salirse de uno mismo permite apreciar el panorama (parábola seudo psicológica), pero los seres tristes no conseguimos dejar de serlo ni por un instante y es por ese motivo que todo esfuerzo es vano (enunciado pesimista a ultranza), aunque convirtiéndome en abogado del diablo -en latín: advocatus diaboli- (denominación popular que se le daba al defensor público en los procesos de canonización de la Iglesia Católica), de mí mismo -si se me permite el divague-, a renglón seguido (expondría un narrador), sin afán de lucro (fijaría un juez) la realidad supera la ficción (enunciado facultativo), balbucí apagando la luz pero padecía una trasnochada noche (nótese la creativa paranomasia) y no hice otra cosa que prenderla -figurativamente hablando (detallaría un artista visual)-, como para caer en la cuenta (alocución típica de contador público) de mi chiste malo con cierta temeridad de hombre rana; y, sin decir “agua va” (máxima de plomero), pensé para mis adentros (repaso de sordo mudo –en la modernidad hipoacúsico): mañana será otro día (obviedad campechana), tratando de contar ovejitas (antiguo remedo ineficaz para curar el insomnio), ole, ole. 

Este texto se publicó en el número 76 de la revista Odradek, en enero de 2013. 
S.F.

sábado, 21 de marzo de 2015

Así como empezó la noche

No podía obviarse la hora, porque de esa hora, del día jueves, y de sus maquinaciones aumentadas por el hartazgo, dependía su futuro. Los vio llegar dispuestos, comentaban estupideces que les hacían olvidar del estudio, del taller, de la oficina, del banco, de aquello que habían hecho y que acaso intentarían de nuevo. Lo saludaron prestándole poca atención, entonces se puso a pensar: jamás le daban propina y el Pelado mal nacido iba a dejar la mesa como un chiquero. “Ciertas cosas no se toleran, nadie las tolera”, murmuró roncamente, secando otro vaso. Ellos entraban a la cancha, luego de haber desenfundado sus respectivas paletas, de haber amontonado sus bolsos, y de hacerle señas para que les llevase el agua mineral sin gas. “Hoy va caliente”, sentenció, se le dibujaba una sonrisa por imaginar al Gordito con la boca seca, sudando, tragando, despotricando. Para ese momento andarían perdiendo (peor el Flaco -su compañero de juego -envanecido propietario de la cuatro por cuatro), seguro Angel ya le aflojaba las tuercas de la llanta izquierda, la del lado del volante, y ahí ni Fangio, no hay dirección que valga. Seguía esa fosforescencia amarilla (ahora volaba sobre la red), paladeando el esperado lujo de maltratarlos (ahora picaba en la pared del fondo), justo iba a rechazar el Canoso, a quien le tenía menos bronca (ahora la pelota rebotaba contra el alambrado), quizás porque era más viejo. “Qué joder, nada de achicarse, se la merecían y listo”, rezongó en voz alta. Colegía basándose en que la prueba principal había quedado bien visible en las flagrantes abolladuras del capot de la camioneta del Flaco, confirmada la coincidencia del color con los datos aportados por ese único testigo, que olvidó la patente pero pudo ratificar la hora. Avizorando sus movimientos recordaba a Luisa sin consuelo, preguntándose por enésima vez ¿quiénes sino ellos?, las cuatro basuras que nunca le hacían caso, ensuciando los baños, robándose pelotitas, siempre últimos en salir y con varias cervezas adentro, además iban derecho por Loyola, la calle que Luisa cruzaba cuando venía a buscarlo. Le era imposible borrar de la memoria la figura de su mujer entubada en aquella cama de hospital, mientras los veía divertirse: el Flaco sacaba haciendo gestos soeces, su reloj de oro titilando al sol declinante de la tarde. Le era imposible borrar a Luisa demacrada, fría en ese condenado cajón, y su regreso del cementerio, esa difusa y atroz sensación de vacío, las ganas de llorar contenidas explotándole en los ojos. Finalmente los veía terminar el partido, al Gordito dándole un abrazo a su acólito, sus sardónicas risas, su insultante alegría; sin embargo en un rato van a estar tomando cerveza tras cerveza, hablando pavada tras pavada, hasta que entrada la noche se levanten para irse, caminen haciéndose chistes, suban a la cuatro por cuatro, doblen por el vetusto empedrado de Loyola, y vaya a saber... 

S.F. 

Este texto fue publicado por primera vez en la revista Paddel Total, en 1992, e integra el libro de cuentos "La vida muerde", 2004.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Cuatro pekineses ciegos

Sólo este lagarto impecablemente trajeado se podía encontrar con un paseador de canes que arrastre a cuatro perritos tambaleantes, feos como dragones, sus grises ojos bolitas de vidrio salientes. Mal augurio, dije, justo que me presento a un trabajo; no quería ni mirar pero vi que a uno le colgaba la lengua muerta y otro segregaba un líquido espeso de los belfos. Caray Garay, pensé para mis adentros y tuve que cruzar de vereda, porque esos animalejos de borroso color té con leche se chocaban contra todo. Perro de vieja, maldije, y me asaltó la imagen de una lengüita rosada lamiendo y lamiendo la gran almeja mustia de una señora despatarrada que se regodeaba con algún galán de TV saboreando empalagoso chocolate blanco... Más tarde que temprano realicé un parangón con aquellos pekineses y no una coincidencia morfológica, porque más tarde que temprano era yo mismo quien se sentía como una rata acorralada por un gato hambriento; tanto fue así, la sensación, que por instinto abrí la boca para mostrar mis desparejos dientes nunca corregidos por el prolongado uso de ortodoncia, y aunque la verdad no dejara de ser una afectación pasmada en sonrisa, operó en mí de manera tranquilizadora, aliviadora admito. Del mismísimo estómago me subió un “gracias” algo estentóreo y, dando media vuelta sobre mi arrugado cuerpo batrácico, recién ahí, en ese instante, al salir a la calle repuse mi absoluta vulgaridad de anfibio al sol en un mediodía capitalino. La sumatoria de rechazos no te va a matar, murmuré aflojando el nudo tirante de la corbata, hay que comer, hice memoria y tragué saliva vaya a saber con qué geta, y una anciana blanca y rellena que caminaba en dirección contraria me clavó sus ojitos vivarachos como si al pasar le hubiese tocado un pecho. 
S. F.
Este texto se publicó en el número 50 de la revista Odradek, en septiembre de 2010. 

lunes, 24 de noviembre de 2014

Cemento Discoteca

Publico este texto en recuerdo y agradecimiento a Omar Chabán, creador de Cemento.
Capital Federal, 1986
En el barrio porteño de Constitución, sobre la mano par de la calle Estados Unidos, uno se extrañaba con el frente totalmente oscurecido de aquel enorme galpón transformado en discoteca. Para la fecha en cuestión habían anunciado al grupo de teatro alternativo La Organización Negra que estrenaba U.O.R.C. Teatro de Operaciones, definida por sus propios integrantes como: “un conglomerado de operaciones teatrales en estado de ficción con los espectadores”. Por ser viernes, en una fría noche del mes de julio, resultaba curioso que esa interminable fila para sacar entradas se alargara hasta la esquina de la calle Salta. Sin embargo, había otra fila no menos importante de invitados en dirección contraria, y en la vereda opuesta se ubicaban los indecisos y quienes aguardaban el llamado de Omar Chabán, estrambótico dueño de la disco junto con su hermosa mujer, la actriz Katja Aleman, para meterse de favor, porque el ingreso previsto de veintitrés a veinticuatro era muy estricto, debido a que tenía un cupo. Recuerdo que mezclada con el público invitado se destacaba por su altura la actriz Susú Pecoraro, que charlaba animadamente con el gesticulante locutor peruano Hugo Guerrero Marthineitz; también se destacaba la presencia de Daniel Molina, colaborador de la revista El Porteño, junto al vistoso poeta Fernando Noy y el actor habitué franco argentino Jean Pierre Noher entre otros notables talentos artísticos. Las intervenciones de La Organización Negra por lo común resultaban un suceso en sí mismas, convocando gente de diversa procedencia y edades, escondían la particularidad de causar ciegos consentimientos o férreos rechazos, casi en partes proporcionales. Aquella noche estaba acompañado por María Marta, mi novia, quien al oír algunos pocos comentarios previos me empezó a tirar del brazo para que nos volviéramos, y yo trataba de convencerla utilizando la lógica, diciéndole: “vos estás loca, cómo te van a mojar en una obra de teatro y peor todavía en pleno invierno”, ante la sonrisa cómplice de mis mejores amigos. 
Adentro, en la pista que mantenían totalmente sombría, advertimos que el show se iba a producir sólo en ese ámbito cuando nos fueron haciendo pasar. De pronto, explotó un trueno en la cerrada oscuridad y, por tramos, empezaron a prenderse reflectores y láser, los cuales destacaban a varios hombres o mujeres colgados de arneses. Subido a una torre había un muchacho con chaquetilla militar que rompía tubos fluorescentes en la espalda de otro fornido, también vestido con ropa de fajina y borceguíes, y, paralelamente, en distinto sector, una chica muy delgada daba volteretas en el aire mientras recibía una catarata de agua. Los asistentes, desacostumbrados a ser partícipes de espectáculos, casi inmediatamente nos amuchamos contra los rincones. Apelando a sostener la dinámica se sucedían los números, en esa amalgama especial de teatro y circo, donde en ningún momento se hacía uso de palabras. La música, en gran medida original, o sea, compuesta para ese trabajo, retumbaba acorde a los movimientos de los actores, recargada de sonidos percusivos y melodías interpretadas con sintetizadores o guitarras eléctricas. En suma, aquello pretendía ser una experiencia envolvente que no dejara tiempo para pensar; todos éramos partícipes activos, nos sentíamos inmersos en una especie de tren fantasma en el que iba apareciendo un elenco monstruoso y nos sorprendía y desplazaba cada vez terminando acorralados. En medio de la batahola perdí a mi novia y amigos pero, por suerte, al rato terminó el espectáculo y se encendieron las luces y una amplia mayoría marchamos presurosos hacia el lado de la larguísima barra de cemento. 
Cuando volvimos a encontrarnos con María Marta recién ahí, digo, en ese instante, ella y mis supuestos mejores amigos, que seguían impolutos, a las risas me hicieron notar que yo parecía escapado del festejo de la obtención de un título universitario, aunque no fuese el único ni mucho menos salpicado y tiritando en aquella gélida madrugada sabática.

S. F.
Este escrito pertenece al libro: “Aguafuertes de los ochentas”, 2014

martes, 26 de agosto de 2014

La vida es un adiestramiento intrínseco

Hay que ser medio lagartón para, de la noche a la mañana, pretender cortar lazos con todo el mundo -quiero significar con familia y amigos, incluso con los más apegados, sumando a Ulysses, mi fornida mascota perruna-, por una arrogante necesidad de estar solo, sentirse solo. Caray amigo, pronuncié en voz alta con mi lengua bífida para oír aunque sea una voz; por ese motivo nadie llama, nadie te dirige mensajes de texto, nadie envía correos personales. Por lo visto era lo que pretendías, me confesé, aislamiento en la primera acepción de la palabra, que no asegura tranquilidad ni mucho menos, porque la cabeza sigue activa y se dedica a pensar y acaso resulte más incómoda la circunstancia que estar mal acompañado, y en ese tema puedo dar cátedra. Igualmente es imposible de lograr una absoluta soledad, no quedan islas desiertas, en todo caso hay que recurrir a las interiores, afirmé con la razón que me proporcionaban mis propios dichos, ¿no es así? Quizá este menudo servidor ensayaba ordenar su vida desde otro espacio, sin la exigencia de ofrecer explicaciones, rendir cuentas, estimar consecuencias; oteo que resultó del principio al fin desacertado, rapón. Entonces empecé a hablarme, o a reconocer que me hablaba y claro, también a contestarme, primero mentalmente, pero después -quiero especificar con el correr de horas, días, semanas-, ya este batracio de última generación murmuraba una saga infinita, monocorde, recitativa, al punto que llegué a discutirme hasta en sueños, donde aparecía travestido como único interlocutor o mejor dicho interlocutora. Paparrucho, si es peor el remedio que la enfermedad, hubiese acotado mi abuelita, con la cordura que en contadas ocasiones proviene del sentido común. Saratustra quedó hecho un poroto, apunté sin haber escrito ni medio de mi triste experiencia, que era una de las finalidades o excusas para justificar semejante clausura, volviendo al continente como Ulysses, con la cola entre las piernas. 

S. F.
Este texto se publicó en el número 61 de la revista Odradek, en Agosto de 2011. 

martes, 24 de junio de 2014

Esa prisa que el reloj moderno impone y el cuerpo reprueba

Ni me pregunten por qué estoy contando esto, no hay espacio para aclaraciones, acaso lo hago con la mera intención de ponerlos en conocimiento de que un lagarto también ha tenido infancia y parientes y hasta enrojecía, sin ocultar que lloraba a moco partido. Recuerdo una mañana cualquiera, yendo de la mano de mi progenitor a paso cansino, producto de la poliomielitis que lo dejara rengo de chico, fatigando alguna difusa vereda soleada en un barrio porteño, llamémosle Villa Crespo, rogándole que me comprase chupetines; tal mi condición de niño burgués con obtusa seguridad de que siempre habría alimentos y sábanas limpias y agua caliente. Pero justo vi a un barbudo zaparrastroso con la piel cetrina recostado como sin vida en el piso y me desayuné de que era un “gilastro” al cubo, yo, no el pobre tipo. La cuestión es que este anfibio en versión larvaria le pregunta a su padre: ¿qué le pasa al hombre? Y su protector da por toda respuesta: “Está mamado”. ¡Miércoles!, pensé para mis adentros con la geta lívida, ¡lo que hace el alcohol! y aquella bobada me duró hasta mi primer borrachera tardía; cierto, la imagen hizo mella como tanta otra información errónea a la que diariamente estamos expuestos, y cuanto más rápido se vive menos se cuestiona para qué coño uno hace lo que hace y por qué, me dije, presuroso. Y maduré que la realidad es según la pintan, depende de quien o quienes la pinten, aunque cuando uno la ve y toma plena consciencia se convierte en una entidad, casi de carne y hueso, y uno, automáticamente, se vuelve responsable. En suma, este lagarto de exportación admite que después, muchos años después de aquel pequeño incidente, recién sabría que uno no sabe lo que quiere ni siquiera al obtenerlo, porque saber, en dicho caso, es una manera de negar la realidad, y debido al propio razonamiento se sentiría por bastante tiempo peor que una gallina clueca.

S.F.
Este texto se publicó en el número 56 de la revista Odradek, en Marzo de 2011. 

jueves, 24 de abril de 2014

Sur del suburbio

Una gota gorda había castigado mi mollera y me sentí un reptil surgido de las profundidades saliendo a la luz. Iba caminando cubierto por esa techumbre alzada a una distancia descomunal, rodeado de gente que salía y entraba a los empujones como cardumen. Somos minúsculos frente al desarrollo de la ingeniería: tanto hierro, vidrio, zinc en la bóveda oxidada y chorreante, el progreso traído de una floreciente Europa propulsado por los países al ritmo del vapor empujando pistones, solté de corrido y la caterva de ideas me hizo pestañar. Casi se conservaba como en aquel tiempo, calculé, sorprendido de que en minutos esa omnipresente maquinaria me trasladara sobre rieles comidos por el uso y rodara a lo sardina protegido de las inclemencias por una morrocotuda caja metálica, sonreí sin gracia por semejante inspiración sardónica.
Pensaba es un chiste ir sentado, ver desfilar vendedores ambulantes o ambulatorios opuestos al avance, que ofrecían variadísimos productos gastronómicos; un disparate mayúsculo su música chillona a extremado volumen, tan ajena a la realidad; evidentemente aquello, lo que pasaba, seguía siendo díscolo como mis pensamientos, regados por un paisaje de casas donde redoblaba la lluvia, que se centuplicaba a velocidades fluctuantes atrás del vidrio chorreado: ¿pero pasaba eso en realidad?
Si era otra chica desinflada, la habías acompañado tres veces hasta su vivienda familiar con jardín delantero y le habías escamoteado un beso justo cuando te clavaba esa puerta enana de la verja en plena rodilla. Vivificante, pensé, por primera vez en la tarde con cierta coherencia, porque estaba yendo al encuentro de Viviana, a quien desde nacida le habían dicho Vivi; qué vivo, lagartón, urdí, vivís estropeando todo el viaje por la premisa de saber que es difícil, repetía para mis adentros, difícil, mimetizado con los sordos ofertantes, difícil, imbuido ya de entera realidad o realismo tanto que me saltó una lágrima, difícil que Vivi siga viviendo... en Turdera.
 S.F.
Este texto se publicó en el número 40 de la revista Odradek, en Noviembre de 2009. 

lunes, 24 de febrero de 2014

El Pozo Voluptuoso

Capital Federal, 1989

Ubicado en pleno barrio de Palermo, más precisamente sobre la calle Honduras a la altura del 4900, se encontraba este antro bajo tierra. Sospecho que su nombre surgió de las dimensiones del local, porque era un amplio sótano pintado de colores que al descender por una escalera angostita se abría hacia la izquierda y al otro extremo mostraba una barra bien puesta con taburetes fijados al piso, al fondo el escenario y los baños. En este ámbito también se hacían puestas de teatro under pero ese jueves de septiembre a la una de la madrugada iba a tocar Orge con su banda de rap, género totalmente nuevo para el rock casero, originado en las calles del barrio Neoyorquino de Harlem, donde la mayoría de sus habitantes sufrían extrema pobreza y analfabetismo. Ya desde los medios locales alentaban a optar por este tipo de música que por supuesto no venía sola, se completaba con una manera de vestir y los gestos ampulosos del andar prototípico de los adolescentes negros norteamericanos y había que escucharla en radio grabadores gigantes que los “raperos” colocaban en las anchas esquinas para bailar. Aunque también surgía como una manera distinta de inclusión para los marginados en general, que con este tipo de expresión parecían haber recuperado su orgullo, pero además era utilizada como método de protesta y, visto desde ese ángulo, se volvía indiscutible y maravillosa su eficacia. Esa noche primaveral fui con una hermosísima chica alta y dorada que extrañamente no se sacaba los anteojos de sol ni para dormir, a quien había conocido apenas la semana anterior en otro pub citadino. A simple vista Lorna parecía turista europea, pese a ser tan porteña como el obelisco, debido a su permanente actitud de sorpresa y a esa pronunciación extraña por haber tenido que superar la tartamudez de su infancia. Conseguimos una mesa cercana al escenario y pedí ginebra con hielo y una gaseosa light lima limón para Lorna, que era “abstemia de nacimiento”, así le gustaba definirse. Orge, inesperadamente por lo menos para mí, salió al escenario muy pasado del horario en que se lo había anunciado acompañándose sólo con un radio grabador estéreo. Cortaron la música del ambiente, lo iluminaron con unas potentes luces y como verdadero maestro de ceremonias empezó su show manejando los tiempos con precisión estilística. Cada vez que quería darle un beso en la boca a Lorna y otras tantas veces sin mediar ese intento, me daba una pastillita: “para el aliento”, explicaba. Y recuerdo la única tarde que pasé a buscarla por su casa porque salió a recibirme con una especie de protector bucal como el que usan los deportistas: “Sufro de bruxismo”, aclaró enseguida, como si dijese “estoy resfriada”. Casi mordiendo el micrófono Orge rimaba el remate de sus frases, articulándolas a los movimientos corporales, pero sobre todo a los compases marcados por ese sonido serruchante de batería electrónica. Y en medio del concierto sucedió lo esperado, tuvimos que salir dos veces a la vereda para “respirar aire puro”, pese a que Lorna afirmaba no ser claustrofóbica, “sólo me asquea este olor fuerte a cigarrillo”, decía con dulzura de púber. Cuando volvimos por segunda vez nos habían quitado la mesa y vimos parados desde la barra cómo Orge gesticulaba ofensivamente con las manos de dedos regordetes desde el borde del escenario donde un foco le daba de lleno agrandando su figura de por sí voluminosa. “Parece la pantalla de mi velador”, bromeaba Lorna, refiriéndose al fez de color rojo que sorprendentemente se mantenía incólume sobre la cabeza de nuestro rapero. Iba por mi quinta ginebra y empezaron a importarme poco los comentarios y pedidos constantes de mi hermosísima interlocutora, es más, me pegué a su cuerpo y balbuceaba en su oído e intenté abrazarla y besarla. Hasta donde recuerdo terminé esa fatídica noche con la grotesca sensación de estar metido en un pozo muy profundo y rodeado por miles de gordos que reían a carcajadas.
S.F.


Esta crónica pertenece al libro: Aguafuertes de los ochentas, 2014.