Capital Federal, 1987
Cuando con mi amigo Rafael (le habían puesto Mecha porque se
encendía fácilmente con un poco de alcohol), nos enteramos por radio que The Cure iba a tocar en Argentina, empezamos a saltar.
Recuerdo como si fuese hoy aquel día del recital, a mediados de
marzo, con calor agobiante pese a que ya era casi de noche; los alrededores y
el estadio de Ferro aparecieron cubiertos por afiches de Soda Stéreo, en
cuidado blanco y negro, donde el trío se mostraba luciendo modernos peinados
estilo dark. Fuimos hasta el acceso
pasándonos un cartón de vino tinto que bebimos rápidamente para bajar las
pastillas; en los bolsillos de las camperas escondíamos petacas que
arriesgábamos perder en el cacheo. Habíamos sacado entrada pero cuando hacíamos
fila se generó una imparable avalancha que arrasó el ingreso de la avenida
Avellaneda. Corrimos sin parar hasta ubicamos en la tribuna local, desde donde
notamos que a lo lejos, cruzando toda la cancha, sobre el escenario se
aprestaba La Sobrecarga. Nos sentamos a recuperar aire en los tablones de
madera viendo cómo, por dos grandes agujeros en el alambrado olímpico detrás y
a un costado del arco, la gente se metía al terreno de juego, y comentamos con
preocupación el hecho de que facciones de particulares tumbaban a muchos para
robarles. Al rato Mecha vio a una amiga de su hermana deambulando en soledad
por la explanada justo bajo nuestra ubicación. La llamó a los gritos por el
nombre y la morochita no tardó en subir. Miriam Andrea parecía aliviada de
vernos, se sentó entre ambos y enseguida comprobé por su mirada que le gustaba.
Bebió un sorbo de coñac y nos propuso, señalando los huecos, por qué no íbamos
al campo. Decidimos atravesar ese prolijo césped manteniéndonos bien juntos y
llegamos hasta el borde mismo del alto escenario, armado encima de la tribuna
visitante. Había finalizado la banda soporte y era inminente la salida de The Cure.
De pronto se apagaron las luces y a Miriam Andrea le dio miedo, por
eso abracé su menuda y cálida cintura, hundiendo mi nariz entre el abundante
pelo azabache con rico perfume. Iban por su segunda canción y Mecha, colorado
como un tomate, me dejó la última petaca de brandy e improvisó un pogo en medio del público; yo aproveché
para arrinconar contra una lona verde a la amiga de su hermana.
A mitad del show, ese
mismo grupo de barra bravas que estaba robando dentro del campo de juego (oímos
que también habían matado a un perro de policía y destruido por completo un
puesto de panchos), ahora insultaba a los Cure
en los breves silencios entre tema y tema, sólo porque eran ingleses. Habían
trascurrido cinco años de la guerra de Malvinas, y no entendíamos qué relación
tenía aquel conflicto bélico con una banda dark,
comentábamos con Miriam Andrea, indignados. Todo se complicó cuando uno de
estos muchachones le dio un botellazo en la cabeza al cantante Robert Smith, quien pedía calma,
tratando de hacerlo en castellano. Y en ese momento se produjo un hecho que
jamás ocurre con los habituales concurrentes a los estadios de fútbol: la gran
mayoría de los chicos que había ido a escuchar y a pasarla bien, reaccionó
violentamente contra este grupito minúsculo organizado para delinquir. Pero al
irrumpir la policía, repartiendo palazos, yo, como tantos otros, me vi superado
por las circunstancias, entonces apreté fuerte la muñeca de Miriam Andrea y
emprendimos la retirada hacia la salida más próxima.
Sentados a la mesa de una pizzería en Primera Junta oímos con
amargura que The Cure volvía a sonar.
“Ya es tarde para volver”, dije, el rebote del tema Close to me cubría las conversaciones de los demás comensales. Y de
pronto, como encontrando el remedio para la cura de nuestro transitorio mal,
Miriam Andrea y un servidor insinuamos al unísono: “La noche recién empieza…”,
risueños, mirándonos a los ojos, mi mano buscando la suya sobre el mantel
blanco.
Esta crónica pertenece al libro: Aguafuertes de los ochentas, 2014.
S.F.
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