martes, 2 de mayo de 2023

A modo de prólogo

Cuando yo cursaba el quinto grado de la escuela primaria, en respuesta a una broma que hice dentro del aula durante el recreo, mi compañera de banco, sin decir palabra, me aplicó un puntapié en los testículos. Recuerdo el dolor, me cubrí con ambas manos y arqueé el cuerpo hacia delante, lloraba. Ni bien entró la señorita Elena, con sus enormes anteojos de sol y el peinado a lo Mafalda, preguntó agravando su voz de mando qué estaba ocurriendo. Ante mi hipada versión de los hechos y frente a las justificaciones de mi compañera de banco, observando que yo no paraba de lagrimear, instó al grado a que coreara el estribillo de una canción. Así las cosas, además del dolor que persistía, rojo de vergüenza por el papelón, tuve que reprimir impulsos de todo tipo pellizcándome los muslos, mientras oía: “Dicen que los hombres no deben llorar...”, versión libre entre sonrisas y burlas, con la vista clavada en los labios rosados de la señorita Elena, quien reflejaba el jolgorio del grado a través de sus negros anteojos.   

Pasé años sin poder llorar, demasiados, diría yo. Llegado el caso apretaba fortísimo las mandíbulas, pensando en cosas agradables. En ese lapso empecé a escribir, no por aburrimiento, fue un efugio, absoluta necesidad. Después aprendería que cuando uno se pone a pensar para qué escribe deja de escribir. Volviendo al tema, sólo largamente superada la adolescencia, amparado por la semioscuridad de un cine, lloré en silencio. Pasó el tiempo, pero finalmente entendí que la señorita Elena, aplicando la docencia como abre una incisión un cirujano, me estaba obligando a crecer.

S.F.

 

No hay comentarios: