miércoles, 22 de noviembre de 2023

Freedom discoteque

 

Capital Federal, 1987 

La discoteca Freedom quedaba en el barrio porteño de Núñez, sobre la avenida del Libertador al 7900, pasando el estadio del club Obras Sanitarias de la Nación, cerquita de lo que había sido hasta hace unos pocos años el Centro Clandestino de Detención bajo el último gobierno de facto, que funcionaba en el edificio de la Escuela de Mecánica de la Armada. Para entrar se ascendía por una escalera en dos tramos y apenas arriba lo primero que saltaba a la vista era aquella foto enorme de la agrupación de hard rock británico The Cult (en cuidado blanco y negro, como trío, sin baterista) del disco Love, colgada atrás de la barra. Recuerdo haber esquivado cuadrados puf de cuerina blanca desperdigados por gran parte del local en el que ese domingo tocaban Perdón Amadeus, la banda liderada por el colorado Gary Castro, luego devenido en conductor televisivo de programas musicales; Euroshima, cuya cantante llamada Wanda contaba con cierto parecido y se maquillaba imitando exasperadamente a Siouxsie, aunque tuviese varios kilos de más que la inglesa y Honrados Ciudadanos, otra de las tantísimas bandas que proliferaban por el circuito de pubs porteño pero que tenía la particularidad de contar con una baterista mujer, algo que no se veía desde la formación original de Sumo. Aquel ambiente sinestésico, armado con luminarias giratorias y lucecitas color violeta, propiciaba el clima de tonalidades envolventes necesario para que cualquier grupo se destacase, siempre y cuando sonara ensayado. Había ido raramente solo, aunque en el lugar conociese a casi todo el mundo y, como nunca, aspiraba divertirme. En un momento me asusté de verdad, esa es la palabra adecuada, cuando, entrando a la pista, tropecé con las caras chupadas y ojos saltones como búhos de los hermanos Moura, que me clavaron la mirada mientras sorbían las bombillas de sus respectivos tragos coloridos. Pero aquel susto iba a implicar el principio del final de la noche para mí, porque resulta que, apenas unos pasos adelante, me encontré a mi amigo Varicela, quien me invitó a tomar una ginebra en la barra. Ya había largado la banda con baterista femenina y el show no se podía seguir bien desde ahí; la bebimos como si fuese agua y me invitó otra, insólitamente servida en vasos de whisky. Mi idea era ver, así que me alejé de la barra, ginebra en mano, y no pasaron ni diez minutos cuando Varicela me aborda en plena pista con cara de preocupado repitiendo: “Unos psicodélicos me quieren pegar, unos psicodélicos...” “¿Que pasó?”, grité. “Les volqué ginebra”, aclaró Varicela abonando a mi confusión y, apenas levanté la vista sobre su hombro, conté por lo menos ocho “monos” que venían hacia nosotros apartando gente con geta de enojo. “Vamos”, ordené. Rápidamente nos escabullimos por un costado oscuro, los teníamos a un metro al bajar las escaleras como por un tobogán y así como salimos cruzamos Libertador; no sé todavía qué nos protegió, los autos consiguieron frenar o esquivarnos sin que se produjeran accidentes y nos puteaban hasta en mandarín. Corrimos atravesando calles laterales atentos a nuestros perseguidores y en un momento vimos aparecer a un colectivo de la línea quince por el carril contrario y cruzamos otra vez a los piques haciéndole señas y por suerte paró. No me olvido nunca más de la sensación de estar a salvo que me produjo ir, ante la mirada inquisitiva de unos pocos pasajeros, hasta el asiento largo del fondo y reconocer a nuestros amenazantes perseguidores, parados en la vereda respirando con la boca abierta, en clara actitud de fracaso; entonces, ya con el coche en marcha, apoyé las rodillas en la cuerina sosteniendo un fuck you con mi mano derecha en alto a través del vidrio trasero, que estaba sorprendentemente limpio. 

Texto incluido en el libro Aguafuertes de los ochentas, 2014.

S.F.

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