jueves, 13 de septiembre de 2018

Zánganos

Hay periodos clave en la humanidad que, por esas cosas indescifrables del destino, coinciden con la historia personal y se amalgaman naturalmente, formando un círculo virtuoso que vendría a sellar un ciclo y/o a iniciar otro. Motivado por esa premonición me dirigí vestido de elegante sport con peregrina idea de alacridad, “morfo y me voy” –vertido al plano popular- era mi premisa. Y pese a ser un soberbio espécimen de reptil con lengua viperina, atento a todos los zánganos que revoloteaban alrededor de aquella blonda rubia de peluquería, ni abrí la boca, y el sólo hecho de tener conciencia, de poder hacer esa simple lectura lógica de la situación, me alivió; te conformás con poco, nabo de probeta, me reproché al mismo tiempo. Los zánganos tragaban a lingotazos ese dulce vino patero, y un servidor conservaba su perdida mirada de tonto, gusano retorcido ante la presencia femenina reptando como si esquivase miles de picos gallináceos corriendo riesgo de ser ingerido, resulté. Difícil tarea la de intentar comprender el Corán si no se nació en el desierto, me dije mascando otro triple de jamón y queso, y, recurriendo a la tan mentada sabiduría práctica, con lentitud de lagarto desangelado, me acerqué subrepticiamente a la blonda abeja soberana de apellido plebeyo, casi prosternándome ante su presencia. Porque la reina era una conocidísima presentadora televisiva, acaso periodista, locutora o maestra normal –no porque fuese anormal ni mucho menos por enseñar sus partes pudendas en revistas, tv o cine-, y su asistencia al coctel respondía a la presentación de un vanguardista producto tecnológico, ni me pregunten cuál ni para qué servía. Choqué contra su tirante geta empolvada, producidas redondeces encarnadas en ambas mejillas, contrastando a simple vista con la piel apergaminada y rosácea de su largo cuello desnudo. “Linda velada”, lancé, apuntando a su oreja izquierda de la que pendía una gema, apenas inclinando el marote. “¿Perdón?”, saltó como leche hervida, cuajándose en esa voz aflautada y vibrante, para darme la espalda sin dudar. Este insignificante sapo de tierra adentro, solito, logró por unos segundos que todos los ojos se posasen en su humilde persona, aunque también la fiera tensión de sus bravucones guardaespaldas. Opté por salir carpiendo para la otra punta del salón. Siempre es mejor lo que podría haber sido, comenté conmigo mismo, y me retiré silbando bajito con la panza en orden, huyendo de toda aquella descolorida faena, redundada por ese puñado de zánganos que naturalmente morirán en el intento, sentencié, ¡qué joderse! 

S. F.

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