martes, 9 de octubre de 2018

La rubia tatuada

Era miércoles de madrugada y aterrizamos en la puerta, sobre avenida Álvares Thomas, sosteniendo la vertical pese a estar bastante bebidos. Mucha gente fue entrando y sólo quedamos afuera un puñado de revoltosos, porque la condición indispensable para ingresar era que estuviésemos acompañados por una chica, o sea en pareja, y desgraciadamente ninguna de las asistentes femeninas llegaba sola. Justo en aquel instante tuve una especie de revelación alcohólica, y, venciendo esa neblina impuesta por la borrachera vi venir hacia nosotros, Duke y un servidor, por la ancha vereda poco iluminada, a Vicky y su preciosísima amiga: muñecas rubias bronceadas, vestidas con pantalones vaqueros de diseño, largas blusas “flúo”. Me abalancé a metros de que se acercaran a la barra de contención, le hablé a Vicky tan rápidamente que no sé si entendió, enseguida le tomé la mano y, exhibiendo las entradas en alto como trofeo, superamos sin problemas la fachada inexpugnable. Aunque lo mejor vendría una vez adentro. En silencio, demostrando entero dominio de aquel espacio absolutamente desconocido, seguí conduciéndola con total naturalidad entre la concurrencia, bañados por una fraguada semioscuridad del recinto, aturdidos por el elevado volumen de la música, hasta que al fin la arrinconé contra una pared oscura dándole un interminable beso de lengua. Parece mentira pero de esa noche sólo recuerdo flashes, ni sé cómo ni en qué condiciones llegué a mi casa. Salí de la disco con el sol plantado en el horizonte, volviendo a pie porque no tenía un centavo partido al medio. Duke ni siquiera pudo meterse, estuvo horas insistiendo para que lo dejaran pasar, y cuando vio venir patrullas policiales decidió hacerse humo. Al día siguiente el rico perfume de Vicky perduraba impregnado en mi ropa y yo descubría una rara sensación de triunfo, combinada con una felicidad desconocida, pensando que la vida acaso empezaba a cobrar algún sentido. Aún guardo ese papelito amarillento donde Vicky anotó con trazo claro su número telefónico, cuya característica pertenecía a la zona norte del gran Buenos Aires. Sé que va a sonar exagerado y quizás lo sea, comparar a Vicky con la actriz en boga: Kim Basinger -los muchachos de mi generación moríamos por esa esplendorosa mujer-, quien junto a Mickey Rourke protagonizaban el éxito cinematográfico del momento: “Nueve semanas y media”. Imaginen mi entusiasmo al tomar conciencia de que una chica bellísima se había fijado en mí. Pero si algo aprendí en la vida –lo asevero ahora treinta años después- es que no existen los encuentros casuales. Porque si yo nunca hubiese ostentado ínfulas de punk en ciernes, concurriendo a determinados lugares nocturnos, tratando de ser aceptado para experimentar el fundamental sentido de pertenencia, tan importante a ciertas edades, hubiera sido casi imposible cruzarme con Vicky. 

Fragmento de La rubia tarada.
S. F.

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