martes, 9 de septiembre de 2014

Acorazado Potemkin

Esta es una historia verídica que no figura en mis “Aguafuertes de los ochentas” y a raíz de la partida de Gustavo Cerati decidí contar a manera de homenaje. 

Se agotaba el año 1988, creo, y yo salía con una chica que casualmente era empleada de quien diseñaba la ropa para los Soda Stereo. Esta buena mujer tenía instalado un taller en su propio departamento de San Telmo con entrada por la avenida Juan de Garay y balcón que daba a la calle Defensa. La cuestión es que mientras recorría el mundo en busca de nuevas creaciones y para actualizarse en lo que a moda respecta, nosotros, mi novia y yo, ocupábamos su coqueta morada con dependencias de servicio donde mi novia cortaba telas, hilvanaba y cosía a máquina, bordaba, pegaba botones, incluso planchaba delicadamente con apresto perfumado. Y como el líder de los Soda y un servidor teníamos similar contextura física, mi novia me probaba sus chaquetillas plagadas de bolsillos y ridículas hombreras. En aquel momento yo había inventado un trago al que bauticé con el nombre de “Acorazado Potemkin” (no en referencia a la gran película de Serguéi Eisenstein, sino por la graduación alcohólica debido a la mezcla de ingredientes), jugando con la palabra rusa Potemkin y potencia en castellano, aunque no tuviesen ninguna relación semántica. Y una calurosa noche de viernes, desoyendo las repetidas advertencias de mi novia, me puse por toda vestimenta la chaquetilla terminada, subí la música y empecé a deambular por el departamento como si estuviese en una fiesta de disfraces. Para ser breve: debido a la excesiva ingesta de Potemkin y otras yerbas, la mentada chaquetilla recibió un buraco hecho con ascua de cigarrillo a la altura de su solapa derecha, apagado con el contenido de nuestros largos vasos. Pero recién a las horas caímos en la cuenta de la macana que nos habíamos mandado y nos quisimos matar, ya que la diseñadora regresaba el domingo para entregar el lunes en persona aquella trabajosa prenda junto con el resto del pedido. Entonces no nos quedó más remedio que salir el sábado bien tempranito, somnolientos y resacosos, para el barrio de Once y comprar, pagado por mis flacos bolsillos, un rollo de género similar al dañado. Finalmente, contando con la pericia de mi novia (ayudada por este servidor como si tomase un curso aceleradísimo de corte y confección), logramos rehacer la chaquetilla al amanecer del domingo. Y yo, muerto de cansancio y todavía con inseparable dolor de cabeza, debí huir bajo el solazo demoledor porque de un momento a otro iba a llegar la diseñadora. Me acuerdo que experimenté la sensación del deber cumplido cuando vi aquella impecable chaquetilla, cuyo costo dolorosamente había tenido que solventar, lucida por Cerati en pleno show; pero a quien no volví a ver nunca más fue a mi novia, que tal vez aprovechó el incidente para sacarme definitivamente de su vida, vaya uno a saber… 

S.F.

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