martes, 2 de mayo de 2023

A modo de prólogo

Cuando yo cursaba el quinto grado de la escuela primaria, en respuesta a una broma que hice dentro del aula durante el recreo, mi compañera de banco, sin decir palabra, me aplicó un puntapié en los testículos. Recuerdo el dolor, me cubrí con ambas manos y arqueé el cuerpo hacia delante, lloraba. Ni bien entró la señorita Elena, con sus enormes anteojos de sol y el peinado a lo Mafalda, preguntó agravando su voz de mando qué estaba ocurriendo. Ante mi hipada versión de los hechos y frente a las justificaciones de mi compañera de banco, observando que yo no paraba de lagrimear, instó al grado a que coreara el estribillo de una canción. Así las cosas, además del dolor que persistía, rojo de vergüenza por el papelón, tuve que reprimir impulsos de todo tipo pellizcándome los muslos, mientras oía: “Dicen que los hombres no deben llorar...”, versión libre entre sonrisas y burlas, con la vista clavada en los labios rosados de la señorita Elena, quien reflejaba el jolgorio del grado a través de sus negros anteojos.   

Pasé años sin poder llorar, demasiados, diría yo. Llegado el caso apretaba fortísimo las mandíbulas, pensando en cosas agradables. En ese lapso empecé a escribir, no por aburrimiento, fue un efugio, absoluta necesidad. Después aprendería que cuando uno se pone a pensar para qué escribe deja de escribir. Volviendo al tema, sólo largamente superada la adolescencia, amparado por la semioscuridad de un cine, lloré en silencio. Pasó el tiempo, pero finalmente entendí que la señorita Elena, aplicando la docencia como abre una incisión un cirujano, me estaba obligando a crecer.

S.F.

 

miércoles, 1 de marzo de 2023

Tornado

 

La puerta principal de aquella casona cercana a la playa se abrió de par en par y un alazán entró relinchando de pavura; todavía jadeante, el hocico tenso, sus fauces abiertas mostrando los dientes, quedó inmóvil en el centro mismo del living, donde a la luz de una alta lámpara de pergamino brillaban los cuerpitos rayados de dos Mastacembélidos, quienes se quedaron boquiabiertos, sumidos en la contemplación a través del vidrio de tan imponente cuadrúpedo. 

S.F.

martes, 27 de septiembre de 2022

Rutina

 

Cada madrugada, en cualquier estación del año, aunque varíe el volumen de líquido ingerido, mi vejiga me hace saltar de la cama. Orino como inmerso en estado hipnagógico, oyendo por todo sonido el métrico funcionamiento de una bomba de agua. Me pregunto de dónde provendrá, por qué se activa en ese caprichoso momento, conjeturando usos y costumbres de mis vecinos. Y nuevamente entre las sábanas, cerrados los párpados, adormezco en la hora más sombría cautivado por esa misma mujer escultural: se saca las prendas con premura para tomar una prolongada, placentera y estimulante ducha caliente. 
S.F.

miércoles, 8 de junio de 2022

Párvulo

Al descubrir aquellos dibujos de hacía 35 años, trazados por su misma muñeca ahora  agigantada, se retrotrajo a la infancia y advirtió, ensombrecido, que sólo en esa época había contado con absoluta libertad creativa, brindada por su falta natural de conciencia y un apasionante desconocimiento del mundo.  

S.F.

martes, 15 de marzo de 2022

Sumando fracasos

En un breve período –no llegó al año-, este ofidio aprendiz de zancudo desperdiciaba mañanas en un feo bar de estación de servicio en el barrio de Monserrat, porque la sola aproximación a Dulce Silvita le generaba una recompensa dopamínica similar a las que surgían de sus vicios sociales; aunque al tenerla cerca se sintiera un despojo que trasporta el mar y finalmente encalla en la orilla. “Los seres cerriles parecen rayanos con la verdadera naturaleza de la vida”, garabateaba al verla moverse entre escasas mesas, bajando la vista para esconder su indisimulable y envolvente deseo por poseer a Dulce Silvita, que lo amarraba como a manso equino, sumía, rebajaba a la nada misma. “El tiempo es la diáspora perfecta, eterno repicar, zona insular donde todo termina…”, apuntaba sin pausa, pese a que sus más preciados pensamientos estuviesen dedicados a Dulce Silvita quien, indiferente a lo que ocurría a su alrededor –incluyéndolo-, llevaba adelante sus tareas con total antipatía. 
Un martes lluvioso, haciendo abuso del glosario de la calle, Dulce Silvita le advirtió a esta proverbial lagartija de feria pueblerina: Borgecito, salté la treintena y tengo cuatro boquitas para alimentar. ¡Carancho!, exclamé para mis adentros, así no hay pucherito de gallina que alcance. Pero algo movía en mí su andar patizambo con calzas de color cítrico, las manitos regordetas y la pintura de uñas saltada, ese perfume económico que pegándose al efluvio de su cuerpo alcanzaba una fragancia muy suya. 
Seguí concurriendo, entusiasta, a tomar mis cafés dobles y alguna copita -acaso atraído ociosamente por aquello que dejara al descubierto su cortísima falda áurea-, hasta un calamitoso mediodía cuando le confesé: “Perdón, Silvita, me carcome una duda…” Y, sin permitirme contarle cuál era, espetó: Si querés pasá pal biorsi de nenas, te saco hasta la última duda, y ahí mismo plantó sobre la fórmica una dentadura casi nueva. Borgecito, sin delantera raspo menos, dijo, resumiendo, y me guiñó un ojo. Quedé como un genuino lagarto bobo, de esos a los cuales cazan con facilidad, ya que están durmiendo un sueño pánfilo, acunado por pastillas coloridas, papá. 
S. F.

lunes, 13 de diciembre de 2021

Cambio nodal

El tiempo nunca perdona, 
y ahora es menester 
dejarlo pasar mansamente, 
distraernos, dentro de lo posible, 
con banalidades; mentirnos. 
Cuando el claroscuro tiñe todo 
lo mejor es descubrir 
nuestras limitaciones, 
hacernos fuertes en la debilidad, 
caminar férreamente hacia el infinito, 
pese a que no haya certezas, 
y aunque al camino 
tengamos que abrirlo 
con las manos. 
S.F.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Colusión

“Los teléfonos hablan…”, fue la frase de Rubén para justificar verse, pese a que compartían la jornada, al salir del trabajo. “Y las paredes oyen”, respondió Darío, con sonrisa aviesa, cuando se encontraron frente a la máquina de café espress. Rubén y Darío -especialmente el primero-, querían lograr algo más que una situación sarcástica o deshonrosa, buscaban someter, calumniar lo suficiente hasta conseguir que Eugenio Diez - “el eficaz” o “lame culos”-, se quebrarse por primera vez. La excusa del cumpleaños sorpresa, al término del horario laboral, resultaba perfecta. Llegada la fecha habían preparado todo con lujo de detalles, convencido hasta al jefe de personal quien además aportó plata, decididos a probar que su pequeña venganza anónima se revalidaría en la oficina por tratarse de un evidente acto de justicia: la conducta ejemplar de Eugenio -su propio apellido lo calificaba- siempre era tomada como vara para aleccionarlos. Eugenio, asombrado por el agasajo, reaccionó con suficiencia; no faltaba ninguno, se habían asegurado hasta la presencia de don Severo, dueño fundador de la empresa y su hijo, gerente general. Pero el festejo se cortó de golpe, ni bien Rubén hizo pasar a Ramiro -había averiguado la dirección de Eugenio y a lo detective privado fue siguiendo sus movimientos varios fines de semana-, ya que al cumpleañero se le descompuso la expresión. El empleado modelo –según sus pedantes dichos jamás se le resistía nadie-, destinado a ocupar la gerencia y acaso, en un futuro no tan lejano, dirigir la empresa, ahora lloraba a moco tendido. Darío y Rubén se miraron, los ojos chispeantes acariciaban un silencioso triunfo. Aunque Eugenio, secándose las lágrimas, volvió a dejarlos estupefactos al llamar a su amigo y sorprendentemente darle un largo beso en los labios, para luego, tomados de la mano como frente a un atrio, empezar a soplar las cuarenta velitas y anunciar que, con Ramiro, su pareja, evaluaban la posibilidad de adoptar un hijo. Don Severo, conmovido por la escena, fue el primero en felicitarlos, manifestándose orgulloso por su valiente determinación. Lo mismo ocurrió con todos sus compañeros de trabajo, exceptuando a Rubén, quien se apoderaba del cuchillo usado para cortar la torta, y a Darío, que destapaba una botella de champán apuntando hacia la cara presuntuosa del recurrente empleado del mes. 
S.F.
 Colusión pertenece al libro inédito: “Una pulga en el lomo del mundo”.