Perdida de vista
Superando el corto pasillo con vidrieras a ambos lados que remataban en plena vereda, de pronto los pies se inmovilizaron por una orden inconsciente: mordió el labio inferior con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerlo sangrar. Lo había desnudado esa irrefrenable franqueza de chico; quiso gritar, no le hubiera servido. La vio de espaldas, parada sobre el cordón divisor de la avenida Sáenz, su cartera celeste pendiendo del costado derecho. Solamente los separaba el ancho de esa calle adoquinada. Todavía los peatones se largaban a cruzar en medio del barullo de bocinazos, motores regulando, aquella chicharra que junto con una luz roja anunciaban la barrera baja. La Silvina tomaba impulso esquivando justo una carrocería amarilla de colectivo, en ese momento se alzó la barrera, moviendo al unísono la prolongada fila de vehículos que habían esperado la marcha de una segunda formación en sentido contrario. Él siguió por su vereda, la bolsa cargada con una caja de zapatillas cada tanto le pegaba en la pierna. Sólo de a ratos distinguía su cabellera negra, su camisa blanca entre los transportes que se superaban tomando velocidad. Apretó el paso, forzado por la obstinación de hablarle, para pedirle perdón por aquélla noche. Recién logró atravesar la avenida más allá de la Iglesia, pero había perdido de vista a la Silvina. Dobló por Roca y extrañamente la parada del noventiuno estaba desierta. Hizo que iba al quiosco y se le aflojó el cuerpo, tuvo una sensación similar a cuando hacían un alto en el picado para sorber agua de la bomba colectiva. Miró hacia donde subía la numeración, le pareció que la gente lo observaba con curiosidad. Sin comprar, algo avergonzado, continuó por esa vereda a trancos largos, los ojos fijos en los baldosones como buscando moneditas.
Superando el corto pasillo con vidrieras a ambos lados que remataban en plena vereda, de pronto los pies se inmovilizaron por una orden inconsciente: mordió el labio inferior con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerlo sangrar. Lo había desnudado esa irrefrenable franqueza de chico; quiso gritar, no le hubiera servido. La vio de espaldas, parada sobre el cordón divisor de la avenida Sáenz, su cartera celeste pendiendo del costado derecho. Solamente los separaba el ancho de esa calle adoquinada. Todavía los peatones se largaban a cruzar en medio del barullo de bocinazos, motores regulando, aquella chicharra que junto con una luz roja anunciaban la barrera baja. La Silvina tomaba impulso esquivando justo una carrocería amarilla de colectivo, en ese momento se alzó la barrera, moviendo al unísono la prolongada fila de vehículos que habían esperado la marcha de una segunda formación en sentido contrario. Él siguió por su vereda, la bolsa cargada con una caja de zapatillas cada tanto le pegaba en la pierna. Sólo de a ratos distinguía su cabellera negra, su camisa blanca entre los transportes que se superaban tomando velocidad. Apretó el paso, forzado por la obstinación de hablarle, para pedirle perdón por aquélla noche. Recién logró atravesar la avenida más allá de la Iglesia, pero había perdido de vista a la Silvina. Dobló por Roca y extrañamente la parada del noventiuno estaba desierta. Hizo que iba al quiosco y se le aflojó el cuerpo, tuvo una sensación similar a cuando hacían un alto en el picado para sorber agua de la bomba colectiva. Miró hacia donde subía la numeración, le pareció que la gente lo observaba con curiosidad. Sin comprar, algo avergonzado, continuó por esa vereda a trancos largos, los ojos fijos en los baldosones como buscando moneditas.
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