Parece mentira
Faltan tres horas, parece mentira. La estación de servicio al otro lado de la ruta va a trabajar toda la noche. Todavía circulan algunos autos rezagados, una moto, de cuando en cuando, en ambas direcciones. Por la ancha vereda de tierra apisonada, entre los árboles, juegan mi cachorro de manto negro con el gato gris, que ya es adulto. Tiran tarascones y zarpazos, mi perro ladra seriamente, trotan, se revuelcan incansables. Con las luces altas, ingresa al pueblo venido de la capital el último micro del año; lleva pocos pasajeros, el que lo perdió se embromó. Antes de que aparezcan mis suegros tengo que lavarme los sobacos y estrenar la chomba, pero se siente lindo al fresco bajo los sauces. “Dale, Pablito, que estarán por llegar”, grita mi vieja con voz ansiosa desde adentro del bar. Dejé de fumar hace un mes, si no ahora estaría fumando. Buen ejemplo para mi sobrina, tan igualita a la Clarita, mi hermana, su madre, y a la abuela Tina, mi vieja; con aire también de la Luz, mi otra hermana, raro. Muñecas rusas, contó un parroquiano noches atrás: de la barriga de la abuela salieron las hijas y de la más chica salió esta hermosa nenita. ¿Y yo?, pregunté, los brazos apoyados en el mostrador, a mí no se parece en nada, nos reímos. Cara de muñeca de porcelana, comentó otro, pellizcándole las mejillas blancas y regordetas; la nena corrió, torpe, hacia la tierra. Me va a matar la Daniela, mi mujer, además de gordo todo chivado. Están al caer mis suegros, traen a la Daniela, fue a ayudar a la madre con su parte de la cena. Estiro las piernas desnudas, una brisa fresca acaricia. Por fin, a lo lejos, con mi ojo entrenado, veo venir en segunda campeando la ruta muerta al Dodge rojo de don Alejo, mi suegro. Aviso y me meto raudo al baño.
La suma de mesitas forma esa mesa larga enmantelada por tramos, hay una panzona botella de vino tinto cada tres platos, los ventiladores de techo no dan abasto. Por un instante veo mi bar cambiado, algunas guirnaldas chillonas en las paredes, el equipo de música sobre una mesita eructando cuartetos, después saludo, nos sentamos y arranca la contienda. Pobre Tina, justo de grande le sale una contrincante, pero a nosotros, digo, a todos los que estamos masticando, nos favorece. Como me quedé sin padre, don Alejo se dirige a mí de manera ceremonial, es un hombre correcto, sin fisuras. Yo, sentado a su derecha, respondo de la mejor manera, disimulo la mediación, qué le vamos a hacer, Tina es mi vieja. Digo riquísimo y me como todo, gordo grasiento, quedo bien parado. Ellas, mi vieja y mi suegra, curiosamente sentadas una al lado de la otra, hacen que no compiten. Aunque Tina roba con la nieta, es mi culpa; mi suegra me mira, agacho la vista y trago matambre casero, una delicia, pongo mi mejor jeta de porcino. Mis hermanas con sus respectivas parejas engullen, los primos y sus mujeres o viceversa, y yo siento que todo el peso recae sobre estos tristes hombros. Ni bien los chicos, que son varios, se desprenden de la mesa para ir a la calle a tirar cuetes, quisiera salir con ellos. Faltan quince minutos, anuncia una voz de mujer, en el equipo suena una pegajosa balada de Nicola di Bari, espío a don Alejo, sé que la canción le trae recuerdos. Me sirvo ensalada rusa con mayonesa casera, y es como si viera a mi mujer tirar chorritos de aceite durante toda la tarde y a su madre batiendo y batiendo a mano. Desafiarse les inyecta vida, analiza un cuñado culto por lo bajo; la vida es vida, no necesita que se le inyecte un corno, pienso. Pasan las fuentes ahora raleadas, mi mujer, a favor de su madre, me sirve una porción enorme de pollo a la calabresa. La Valeria, una nueva novia de mi primo, se atreve a cortar la música para sintonizar una radio local. Faltan cinco, chilla una locutora, está clueca, advierte cualquiera y todos reímos a carcajadas. La risa hace bien. Observo a mi vieja, su eterno gesto melancólico y justo mi suegra la felicita, le da un beso en la mejilla y noto que su expresión ni se inmuta. La felicidad no se compra, oí decir, pero si será jodido. Media existencia sin poder apoyarse en nadie, nosotros chicos y dale que te dale para adelante; ni ganando, ni que todos los días los parroquianos le halaguen la mano para cocinar, ni la nieta calcada y tan sana como ella. De golpe, los chicos gritan porque explotan los fuegos artificiales puestos encima de los cerros, nosotros brindamos con lo que tenemos en las copas, así de simple. Hay que mirarse a los ojos cuando se chocan las copas repite alguien, mi vieja no me mira, tampoco mi suegra. Por suerte, la Daniela me clava un beso salvador; don Alejo, de pie desde la cabecera de la mesa, se siente con derecho a proclamar en un breve discurso que el año nuevo venga lleno de buenos augurios, traiga salud, trabajo. Si supiese que estudio vender el fondo de comercio del bar para dedicarme a ese oscuro oficio de rematador, me comería una oreja de postre.
Faltan tres horas, parece mentira. La estación de servicio al otro lado de la ruta va a trabajar toda la noche. Todavía circulan algunos autos rezagados, una moto, de cuando en cuando, en ambas direcciones. Por la ancha vereda de tierra apisonada, entre los árboles, juegan mi cachorro de manto negro con el gato gris, que ya es adulto. Tiran tarascones y zarpazos, mi perro ladra seriamente, trotan, se revuelcan incansables. Con las luces altas, ingresa al pueblo venido de la capital el último micro del año; lleva pocos pasajeros, el que lo perdió se embromó. Antes de que aparezcan mis suegros tengo que lavarme los sobacos y estrenar la chomba, pero se siente lindo al fresco bajo los sauces. “Dale, Pablito, que estarán por llegar”, grita mi vieja con voz ansiosa desde adentro del bar. Dejé de fumar hace un mes, si no ahora estaría fumando. Buen ejemplo para mi sobrina, tan igualita a la Clarita, mi hermana, su madre, y a la abuela Tina, mi vieja; con aire también de la Luz, mi otra hermana, raro. Muñecas rusas, contó un parroquiano noches atrás: de la barriga de la abuela salieron las hijas y de la más chica salió esta hermosa nenita. ¿Y yo?, pregunté, los brazos apoyados en el mostrador, a mí no se parece en nada, nos reímos. Cara de muñeca de porcelana, comentó otro, pellizcándole las mejillas blancas y regordetas; la nena corrió, torpe, hacia la tierra. Me va a matar la Daniela, mi mujer, además de gordo todo chivado. Están al caer mis suegros, traen a la Daniela, fue a ayudar a la madre con su parte de la cena. Estiro las piernas desnudas, una brisa fresca acaricia. Por fin, a lo lejos, con mi ojo entrenado, veo venir en segunda campeando la ruta muerta al Dodge rojo de don Alejo, mi suegro. Aviso y me meto raudo al baño.
La suma de mesitas forma esa mesa larga enmantelada por tramos, hay una panzona botella de vino tinto cada tres platos, los ventiladores de techo no dan abasto. Por un instante veo mi bar cambiado, algunas guirnaldas chillonas en las paredes, el equipo de música sobre una mesita eructando cuartetos, después saludo, nos sentamos y arranca la contienda. Pobre Tina, justo de grande le sale una contrincante, pero a nosotros, digo, a todos los que estamos masticando, nos favorece. Como me quedé sin padre, don Alejo se dirige a mí de manera ceremonial, es un hombre correcto, sin fisuras. Yo, sentado a su derecha, respondo de la mejor manera, disimulo la mediación, qué le vamos a hacer, Tina es mi vieja. Digo riquísimo y me como todo, gordo grasiento, quedo bien parado. Ellas, mi vieja y mi suegra, curiosamente sentadas una al lado de la otra, hacen que no compiten. Aunque Tina roba con la nieta, es mi culpa; mi suegra me mira, agacho la vista y trago matambre casero, una delicia, pongo mi mejor jeta de porcino. Mis hermanas con sus respectivas parejas engullen, los primos y sus mujeres o viceversa, y yo siento que todo el peso recae sobre estos tristes hombros. Ni bien los chicos, que son varios, se desprenden de la mesa para ir a la calle a tirar cuetes, quisiera salir con ellos. Faltan quince minutos, anuncia una voz de mujer, en el equipo suena una pegajosa balada de Nicola di Bari, espío a don Alejo, sé que la canción le trae recuerdos. Me sirvo ensalada rusa con mayonesa casera, y es como si viera a mi mujer tirar chorritos de aceite durante toda la tarde y a su madre batiendo y batiendo a mano. Desafiarse les inyecta vida, analiza un cuñado culto por lo bajo; la vida es vida, no necesita que se le inyecte un corno, pienso. Pasan las fuentes ahora raleadas, mi mujer, a favor de su madre, me sirve una porción enorme de pollo a la calabresa. La Valeria, una nueva novia de mi primo, se atreve a cortar la música para sintonizar una radio local. Faltan cinco, chilla una locutora, está clueca, advierte cualquiera y todos reímos a carcajadas. La risa hace bien. Observo a mi vieja, su eterno gesto melancólico y justo mi suegra la felicita, le da un beso en la mejilla y noto que su expresión ni se inmuta. La felicidad no se compra, oí decir, pero si será jodido. Media existencia sin poder apoyarse en nadie, nosotros chicos y dale que te dale para adelante; ni ganando, ni que todos los días los parroquianos le halaguen la mano para cocinar, ni la nieta calcada y tan sana como ella. De golpe, los chicos gritan porque explotan los fuegos artificiales puestos encima de los cerros, nosotros brindamos con lo que tenemos en las copas, así de simple. Hay que mirarse a los ojos cuando se chocan las copas repite alguien, mi vieja no me mira, tampoco mi suegra. Por suerte, la Daniela me clava un beso salvador; don Alejo, de pie desde la cabecera de la mesa, se siente con derecho a proclamar en un breve discurso que el año nuevo venga lleno de buenos augurios, traiga salud, trabajo. Si supiese que estudio vender el fondo de comercio del bar para dedicarme a ese oscuro oficio de rematador, me comería una oreja de postre.
S.F.
2 comentarios:
¿Hay componentes autobiográficos en este relato?
Todo escrito tiene componentes autobiográficos, depende de la pericia del autor saber dosificarlos. Gracias por tu comentario, saludos.
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