domingo, 28 de julio de 2013

Hay años que no son tan bonitos

Aullaba de hambre el más chico, obligada a darle teta, seguía sorbiendo mate. Días atrás se sorprendió al ver un hilo de sangre colgar de la pequeña boca del bebé, temió lo peor pero esa sangre provenía de su pezón. El magro sol entibiaba chapas de las que se desprendían aislados goterones. Una brisa del sur empujaba aquella pesada cortina que hacía de puerta. En el suelo apisonado la perenne humedad ascendía de altas napas salitrosas. Media hora hacía que revoloteaba la avioneta, usurpando en círculos el espacio aéreo, vomitaba incansablemente publicidades a través de parlantes. El domingo elecciones, repasó arropando al crío; afuera los demás chicos se peleaban a pedradas. Ojito con la pilcha, les gritó, ¡puta madre que los parió! Su última pareja había dejado una escopeta, zapatillas flamantes que a todos les bailaban, entre otros cacharros; pensaba utilizar el arma en defensa personal. El puntero político, encargado de agrupar y conducir familias para que ocupasen tierras fiscales, les dijo estén calzados, sobre todo las mujeres solas. Ella razonaba que tenía más hijos que dientes con la bombilla entre los labios. Excepto la primera, a quien la última dictadura militar había hecho desaparecer (ella —con su panza de seis meses— se salvó de milagro escondiéndose en la casita materna de Andalgalá), sus ocasionales parejas le hacían hijos y se esfumaban. De esa primera unión había nacido Walter, gracias a la cual conservó contactos políticos. Piensa que de haber estado vivo Rodolfo, su primera pareja, las cosas habrían sido muy distintas. Ella se iba a arrepentir de su picardía en el cuarto oscuro, desplegó la boleta que le habían dado con las de esa lista y ensobró otra. Nunca supo cómo la descubrieron. Así que ahora ya no recibía subsidio, habitaba la casilla a cambio de prestarle servicios sexuales al puntero, y debía olvidarse definitivamente del prometido título de propiedad. Pese a la corriente de aire el olor espeso a combustible quemado inundaba ese único ambiente. Se estaban cuarteando los tachos plásticos de pintura que usaba para portar agua. Algún vecino oía música a todo volumen. Desde mocosa había querido ser cantante, memorizaba infinidad de temas melódicos y los tarareaba rutinariamente lavando ropa para afuera. En ese barrio casi todas las mujeres cantaban. El bebé había arrojado su chupete al suelo de tierra, los chicos pateaban contra las chapas, la avioneta versaba: “Vote a... Presidente de la Nación... candidato a Intendente Municipal...” Se había cebado otro amargo, encendido un cigarrillo, miraba el arma cargada, mayestática paralela a la escoba. Bajo amenazas prohibió a Walter y a sus hermanos que la tocaran, las carga el diablo. Al hacer entregas de ropa llevaba a Denise para que la ayudase con los bolsos, y por si aparecía el Cacho, el puntero; está crecidita, había dicho, mirándola como a una mujer. Sabía que Walter y Denise los escuchaban, pese a que ella ni mu, una cortina no era pared. Inevitablemente el Cacho acezaba, sobre todo en los finales. Aquel chamamé repetía acordes como si estuviesen tocando dentro de la casilla que los chicos peloteaban. ¡Paren!, volvió a gritarles, me quieren venir loca, dijo para sí. El bebé había renovado su berrinche, la voz latosa del locutor resonaba por encima del motor y por encima de todo: “Vote... candidato a Concejal...” A lo lejos ladraban perros. La olla vaporosa colocada encima del calentador perdía presión, la llama del mechero a querosén se tornaba cada vez más amarillenta. El domingo deberá caminar ocho cuadras hasta el asfalto y pedir que la lleven y traigan los móviles alquilados por el partido. Se enfurece pensando que subsiste lavando ropa y no cuenta con agua corriente, de la luz por ahora se colgaba el barrio entero. Le había enseñado a planchar a Denise como su madre le había enseñado a ella. Esos pequeños detalles y que sus hijos fueran sanitos la mantenían viva. Tenés padres mansos como animales domésticos, le reprochaba Rodolfo, él le había abierto los ojos, acostumbrado a dudar. Pero este domingo nada recibiría a cambio del voto. Suerte que soy hembra, por lo menos me quieren voltear, razonaba mascando pan ablandado con mate. Le dolían los senos, no sólo el crío sobaba, la cintura de doblarse, las manos ajadas por el jabón. De pronto la sobresaltó un pelotazo, había explotado derribando parte de la pared lateral de donde pendían alambres para tender. El sol leve ahora ingresaba por el buraco, aquel soplo glacial barría casi todo sobre la mesa. Un robusto perro completamente negro, el mayor de la jauría, olfateando, estaba decidiendo colarse. Con supina tranquilidad, sin soltar el mate, su cigarrillo a medio fumar pendiendo de una comisura, se quedó contemplando a los chicos levantar prendas producto de su labor matutina, imbuida en un aire místico. Walter jamás olvidará el gesto de su madre cuando apareció enarbolando la escopeta. La carrada de insultos a viva voz, plantada con las piernas separadas por un charco, dando miedo y risa a la vez. El desparramo de pibes y perros, la rauda llegada de vecinos, y luego ese estampido como un trueno que la sentó en el barro, lanzado apuntando al cielo, donde en el oeste empezaban a formarse nubarrones.

Fragmento de la novela inédita de Sergio Fombona.

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