Mis compañeros del banco, tanto insistir, terminaron por convencerme. La verdad siempre me gustó ver deporte, para nada practicarlo. Mi estado físico era pésimo, hacía años no corría ni un colectivo. En el vestuario encontré guantes de arquero y rodilleras. Ojeando el piso de cemento alisado titubeaba en tirarme para rechazar pelotas. “De abajo, Dibu, sacá de abajo”, gritaban. Perdí la cuenta de los goles que me hicieron. “Atajá una, Clemente”, me cargaban. Faltaba poco para finalizar el partido y yo andaba con la lengua afuera. “Este no puede cubrir ni un arco de hockey”, bromeaban.
Fuimos a cenar y tomamos mucha cerveza. Cuando
quise pararme giraba la pizzería. Me callé para no pasar por tonto. El Mono Barragán
me alcanzó en auto hasta Jujuy y avenida Rivadavia porque le quedaba de camino.
De pronto aparecí en el centro neurálgico de esa zona espuria del barrio
porteño mal llamado Once -por la plaza popularmente conocida como Once que en
realidad se denomina Miserere-, para el catastro Balvanera, rodeado por una
desconocida fauna nocturna. Respiré hondo tratando de alejar el mareo, punzaban
piernas y brazos como si recién me hubiesen desatado de un potro de tortura. Recorrí
media cuadra advirtiendo cantidad de “hoteles alojamiento”. Seguí despacio hacia
adelante doblando en la primera esquina. A esa altura el aire nocturno me había
hecho bastante bien. Contemplé la probabilidad de tomar taxi, aunque enseguida
la deseché. Era preferible hacer tiempo, dar vueltas o sentarme un rato a
llegar en ese estado. Había gran variedad de oferta sexual y los potenciales
clientes se trasladaban en auto. Tantas mujeres ligeras de ropa me dieron ganas
de acostarme con alguna. Por la calle Catamarca veo venir a una platinada alta
con vestido ajustadísimo color fucsia apenas
rosándole los muslos.
-Hola, papi- ronroneó.
- ¿De dónde sos?
-De Guayaquil y toda para ti- respondió manoteando
mi entrepierna.
- ¿Cómo te llamás? - pregunté, sonriente,
metiéndole la mano derecha entre las nalgas carnosas.
- Jennifer,
pero me apodan garganta profunda.
-Apa… Venís con regalito-
hablé sorprendido al tocar sus testículos depilados.
-Soy todo terreno.
Se frotaba contra mi cuerpo
esquivando mis intentos por besarla en la boca.
-Parece un lápiz- me salió al palparla de
adelante.
-No escupe tinta.
Me apretó el trasero con las dos manos.
- ¿Viene con punta o capuchón?
-Bueno, papi, me tengo que ir- dijo repentinamente,
dando dos saltitos con su taco aguja, para entrar a un taxi.
-Perá un cacho…- reclamé confundido.
–Chau, bonito- saludó asomada por la ventanilla
abierta.
Quedé aturdido pero contento sin saber a
ciencia cierta si era real lo que acababa de suceder. Me dolía la cabeza cuando
quise comprar cigarrillos en un quiosco. Los tuve que devolver, la hábil
guayaquileña me había robado. Volviendo a pie, puteaba por lo bajo la mala
suerte, sabiendo que mi gorda, para controlarme, seguro habría dejado puesta su
llave del lado de adentro de la puerta.
S.F.