Ni bien entró Mario, doña Diolinda, la cara cargada de preocupación, le entregó el sobre. Al abrirlo, Mario extrajo la cédula de llamada y en ese mismo acto sus ojos se nublaron, se le aflojaron las piernas. Como todo el mundo estaba al tanto de que los militares argentinos habían recuperado las Islas Malvinas y lo primero que le pasó por la cabeza fue desertar; tramó ocultarse igual que los malandras en el aguantadero del Tati, en el sector más inexpugnable de la villa; también podía comprar un pasaje de tren y partir esa misma noche hacia Santiago para hospedarse con los primos, en el rancho de adobe de su tía Maruja en las afueras de La Banda, el tiempo que hiciese falta.
- ¿Qué dice?, Marito- inquirió doña Diolinda, nerviosa, parada a su lado.
–Tengo que presentarme mañana a las siete en el destacamento de La Plata- contestó Mario con tono mezclado de rabia y congoja.
–Otra vez me sacan el ayudante de albañil. Carajo, no hay derecho- se quejó El Cholo, su padre, vociferando desde el baño.
Doña Diolinda rompió en llanto.
No pudo conciliar el sueño. Se levantó a las cuatro a preparar el desayuno para Marito. Lo despidió en la vereda. Al verlo alejarse estuvo a punto de correr para frenarlo. Mario, antes de doblar la esquina, se dio vuelta y la saludó agitando la mano. Su delgada figura bajo esa escasa luminaria, pero principalmente su franca sonrisa, la iban a acompañar por siempre.
Fragmento del cuento inédito Leé mijita
S.F.
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