jueves, 12 de noviembre de 2020

Los elefantes

Domingo 23 de febrero de 1992 
Valparaíso se deja entrever ante nuestros párpados fatigados, aclarada la vista tras la niebla que impone el tiempo y los anteojos tratan de disipar. Es el tramo final del largo trayecto, con mi amado Fermín nos la pasamos recordando y van surgiendo anécdotas relegadas por el implacable transcurrir de las décadas. Nos invade la sensación angustiante, cubierta de expectativa y temor, del colegial que asiste a su primer día de clase. Al ir avanzando, aquel pacífico horizonte da la impresión de ser más bello, en el marco de esa vastedad de la cual provienen buques de gran calado que, vistos desde la ventanilla del bus, parecen de juguete. Faltan pocos minutos para llegar y mi Fermín, sonriendo nerviosamente, pregunta: ¿A dónde van los elefantes? A descansar por fin, contesto al tiro. Nos quema el sol alto del mediodía a medida que se suceden nuestros pasos, y a pesar de ello interrumpimos la marcha en más de una oportunidad para ver gaviotas y albatros sobrevolar la bahía, aquellas coloridas embarcaciones pesqueras alineadas en la orilla azul, imágenes distintivas de las postales del verano austral. Nos movemos como chicos que aún no conocen el sufrimiento ni la alegría, sorprendiéndonos con las actuales edificaciones de la capital de nuestra quinta región, aspirando aquel viento salado al igual que en los años mozos. ¿Para qué tanta ropa?, había gruñido mi Fermín el pasado viernes, al notar sobre la cama varias prendas recién planchadas y dobladas con esmero. Finalmente resolvimos de común acuerdo traer lo indispensable en un bolsito. Quedaron afuera cosas de higiene personal, objetos de valor y medicamentos recetados para nuestros achaques. A esta altura de la vida no hacen falta reproches, una mirada expresiva sugirió todo, como desde el comienzo precisamente aquí, abrazados por los cerros que nos vieron nacer. El bar conserva en su fachada cierta sobriedad inglesa de puerto colonial aunque el interior se asemeje a una fonda madrileña. Elegimos mesa pegada a la ventana pese a que el paisaje nos condene una y otra vez a tropezar con el ayer. Ojeando la carta confirmamos que los cálculos son acertados, el dinero alcanza para un almuerzo con postre, café y alguna copita de pisco. Súbitamente un grupo de marineros interrumpe la tranquilidad pueblerina: parecen recién arribados, vociferan en francés, quitándose entre sí gorras blancas de pompones rojos. A mi querido Fermín se le ilumina la cara y yo también revivo un poco en el reflejo de esa edad dorada como la cerveza que les calma la sed. El caldillo de congrio se deshace en la boca, las papas están bien cocidas, el vino blanco conserva frescor en su punto justo. Trago reflexionando acerca de esta última venida al terruño en la que hasta ahora, por casualidad, designio del destino o porque Dios así lo quiso, no nos encontramos con ningún compadre, vacilando si la decisión es correcta, pues todavía estamos a tiempo de echarnos atrás. Toda vuelta tiene precio, apunto en mi diario. ¿Qué anda anotando?, protesta mi Fermín; cosa de mujeres, replico; debo levantar la voz para que entienda. Los marineros nos miran y, al unísono, ríen a carcajadas, amparados por la impunidad que les otorga su juventud. De grandes, acaso para combatir el aburrimiento, retomamos la costumbre de dormir siesta, por eso me apuro, antes de que nos venza la modorra, y luego de pagar la cuenta le consulto: ¿Seguimos viaje? Pero mi Fermín me frena tiernamente y pone mis manos entre las suyas. ¿A dónde van los elefantes?, repite con tono fatalista. En busca de un regreso, respondo; percibo en mi respuesta el peso de la verdad. Formaba parte de nuestro meditado periplo un paseo por el centro de la ciudad, y en un momento advierto que la vidriera de un bazar devuelve la figura de dos ancianos arrugados descubriendo con asombro de niño el lugar al que alguna vez pertenecieron. Nunca se deja de ser exiliado, es como una cicatriz, se lleva para siempre, escribo de pie con trazo rápido. Sinceramente pienso que pierdo a mi pobre Fermín en el repecho, doblado el cuerpo hacia adelante, sujeta mi brazo con el alma. Por más que lo impulso con todas mis fuerzas se va quedando. No puede hablar, se le atoran las palabras. Traga aire boqueando como pez fuera del agua. De pronto se sostiene en la ventana de una casa. Su rostro palidece como si la sangre, amontonada a la altura del pescuezo, se negara a subir hasta el cerebro. Son un puñado de minutos intensísimos, parecen horas. Mi reacción por salvarlo, aterrada porque muera aquí mismo, en principio empeora la situación. Igualmente trato de conservar la calma para que se sienta seguro y pueda afirmarse en mí. Me doy cuenta de que está aferrado a la reja para mantener el equilibrio. Lo ventilo con un catálogo de promociones y por suerte poco a poco se va recuperando. Al mismo tiempo me llama la atención la alarmante falta de solidaridad de las nuevas generaciones, inadmisible en nuestra época, ya que ningún transeúnte, tampoco un solo auto, son capaces de detenerse para auxiliarnos. Sin aliento llegamos hasta el ascensor: tantos años de trabajo insalubre a la postre acaban haciendo mella. Por unos pesos sorteamos los molinetes como en aquellos hermosos paseos cuando todavía éramos pololos. Al salir del ascensor sufro mareos. Disimulo reanudando el recorrido para que mi Fermín no se alarme. Me repongo en escasos segundos. Quiero creer que por obra y gracia de la Virgen del Carmen, esa brisa fresca procedente del puerto, el gusto de volver a pisar adoquines grises rosados bajo este cielo. Al ratito nomás nuestras cansadas piernas nos obligan a sentarnos en una de las bancas cercanas al mirador. Mi Fermín empieza a cabecear. A mí me hace lagrimear la majestuosidad del atardecer. Ver ese enorme astro extinguirse en el océano extrañamente motiva la vívida presencia de mis padres, garabateo la hoja blanca con un nudo en la garganta. ¡Arriba!, grito al oído perezoso pero fiel de mi Fermín. Debo zarandearlo varias veces. Despierta sobresaltado. Tiembla de frío, acepta un abrigo. Ni bien nos ponemos en pie plantea seriamente: Olguita, vamos a cometer una estupidez. Demasiado tarde, replico con un alarido; el tono enérgico disimula a las claras mis verdaderos sentimientos. Es de noche cuando, tomados del brazo para evitar tropiezos, iniciamos el descenso por las escaleras. Conozco desde antes de tener uso de razón estos escalones de cemento, fijados sobre la ríspida inclinación natural de los cerros, pero empuño la baranda porque el cuerpo ya no acompaña. A mi Fermín le da un acceso de tos. Paramos en el descanso. Le alcanzo la botellita de agua mineral y aprovecho para escribir. ¿A dónde van los elefantes?, repite la voz áspera, arrastrando aire salitroso, con sonrisa de oreja a oreja. Cierro el diario. Absurdamente lo oprimo al pecho y protejo con los brazos. Permanecemos en silencio al amparo de las estrellas. Entonces sucede algo maravilloso. Nos miramos sacudidos por la percepción de estar estancados en el tiempo o a lo mejor fuera del tiempo, urgidos por la necesidad de reconocernos el uno en el otro. Mi Fermín se acerca y despacito empieza a recorrer mi cara con sus yemas. Estremece el tacto rugoso de los dedos, la calidez de su piel curtida. Me contempla largo rato con sus negros ojos brillantes. Con íntima suavidad acaricia como por primera vez mi cabello lacio. Aloja una mano en mi nuca y me va atrayendo, para darme un amoroso beso en los labios. 
S.F.

 

6 comentarios:

rutie dijo...

Un hermoso poema, si me disculpa la impertinencia, Don Sergio!.

Sergio Fombona dijo...

Gracias, Rut, no sos para nada impertinente, todo lo contrario. Es muy interesante tu comentario porque en realidad el texto está escrito en prosa, pero por lo visto notaste cierto aire de prosa poética no buscado por el autor. Gracias de nuevo, por la atenta lectura y el comentario. Saludos.

Unknown dijo...

Buenísimo Sergio.viajé por unos minutos...

Sergio Fombona dijo...

Me alegra saberlo. Gracias por leer y dejar un comentario, saludos.

Carilinas dijo...

Es la primera vez que te leo S.F.
Leí unos pates....este.....su final; desde
"....Nos miramos sacudidos por la percepción.......y me va atrayendo para darme un amoroso beso en los labios."

Bellísima imagen del trabscurrir en el amor

Gracias
Carolina

Sergio Fombona dijo...

Carolina, me alegra que te haya interesado el texto, muchas gracias por tu comentario, saludos.