domingo, 23 de agosto de 2020

Maty el hermoso

A Lili, mi entrañable abuela materna, le encantaba repetir que su nietito preferido sería gran conquistador; y yo me imaginaba capitán de buque pirata desembarcando en playas exóticas. También la tía Ana, hermana menor de papá, afirmaba concluyentemente que rompería muchos corazones femeninos: ni siquiera soy cardiólogo. Pero mi vieja entendía de qué hablaba; siempre, desde la cuna diría yo, mamá vaticinó mi vínculo con una mujer gorda, y aquello que para algunos puede transformarse en condicionamiento o llegar hasta el punto extremo del trauma, yo lo tomé como desafío. A decir verdad, nunca resulté atractivo para el sexo opuesto ni para el propio. Tuve escasa experiencia con chicas a lo largo de mi adolescencia, después tampoco florecieron alentadoras relaciones, sólo un puñado de noviazgos y si te he visto no me acuerdo… 
A pesar de todo, en algún momento, la vida nos acaricia. 
Cuando la conocí, Valeria recién había cumplido veintisiete años. Le cedí mi asiento en el colectivo por creerla embarazada, aunque no estaba tan obesa como ahora. Casualmente viajábamos en la línea dos y nos fuimos haciendo amigos. A las pocas semanas le propuse ir a tomar algo al salir del trabajo; yo me iniciaba en la cadetería bancaria, ella vendía ropa informal. La cité una tarde calurosa en el Teatro San Martín, porque daban películas a cualquier hora y, además, por su ubicación estratégica sobre la Avenida Corrientes donde hay infinidad de librerías, teatros, cafés y pizzerías. Esperé en el enorme hall central, disfrutando del aire acondicionado, oyendo alegremente a una banda de jazz. Justo esa misma mañana, yéndome de mi casa en Villa Luro, descubrí un objeto tirado en la vereda cubierta por pasto crecido y me acerqué; trae suerte, dije guardándolo, omitiendo el oxido y los clavos doblados. Al ver entrar a Valeria cargaba la herradura en mi mochila y compararlas fue un acto inevitable: hombros caídos, redondeces notorias distribuidas por su oronda anatomía, cabeza diminuta contrastando con su corpulencia generalizada. Y pese a llevarme quince centímetros de altura me sedujo su sonrisa apenas insinuada, esa manera cansina al desplazarse, la precisión en el uso del vocabulario, su voz suave y melodiosa trasmitía cierta calma. Al quinto encuentro, sin mediar palabra, confesó su virginidad. Quedé callado, la mirada fija en mis zapatillas flamantes; Valeria agregó: “te amo, Matías”. De nuevo no supe responder; probablemente enrojecí, pero me sentía muy bien, por primera vez especial. La noticia produjo el compromiso de ser nada menos que yo quien zanjara aquella incómoda situación. Entonces tomé coraje, admitiendo medio a la ligera que cantidad de personas en el mundo sufren de halitosis, y, cautivado por sus ojazos color miel, le planté mi glorioso primer beso en su roja boca carnosa. 
S. F. 
Publicado en la revista colombiana Quira medios en abril de 2018.

No hay comentarios: