Otra vez, como hace bastante, bastante tiempo,
créase o no, este anfibio de morondanga volvió a ser chiquito, diminuto
encogiéndose como salido del escuálido cuerpo batrácico. Es solamente un
síntoma, asumí tomándome la fiebre ¿indicio de qué calamidad?, preguntaba para
mis adentros con geta de escuerzo que se tragó una colilla encendida. Ni lerdo
ni perezoso, automedicándome, me clavé un geniol y, tapado hasta las orejas, sudé
calculando que mi temperatura corporal era de treinta y nueve grados, sin
embargo entre las sábanas parecía diez bajo cero. La cuestión es que emigraba como
lagarto de arroyo, pero no escapando, inexplicablemente debía hacerme chico por
un rato y después retornar a mi tamaño. Además, al hacerme pequeñito, todo, de
golpe, era muy grande, se sobredimensionaba la realidad, ontológicamente
hablando, la vida se me revelaba de manera extraordinaria, gozosos los ojos,
sentía cosquillitas bajo las plantas de los pies; tomatelás, rana, censuré
enseguida. Te estás volviendo loco protozoario, me reproché después, sabiendo
que lo peor, o bien dicho, absurdo de la situación, era que en ningún momento me
había adentrado en un sueño, mucho menos profundo, porque aquello ocurría
conmigo despierto, vivito y temblando de frío. Derecho como un alfiler, tironeado
desde el mismísimo nudo del ombligo, este corchete soportó su viaje
surrealista, en medio del silencio más pavoroso y cobijado por una oscuridad
total, si es que existe esa figura. Pero la noche pasó y al otro día por suerte
volví a ser adulto, a pisar firme el suelo, a estar debidamente convencido de quién
era y de qué aspiraba, a dormir tranquilo volví, aunque ni pudiera ni pudiese
asegurarlo ni en sueños, ¿cachai huevón?
S.F.
No hay comentarios:
Publicar un comentario