Del recordado Héctor Lastra
Eran cuatro y el mayor no tenía aún diez años. Le tomaba el peso a la piedra, silbando bajito, encabezando el grupo detrás de los macizos de hortensias que bordeaban la ruta. La idea había sido del menor, pero todos lo eligieron a él. Acaso por la edad, acaso para probarlo.
Hacía ya unas cuantas tardes que veían pasar ese coche negro, ancho y larguísimo, acharolado como los zapatos que usaba, por las noches, la hermana de uno de ellos. Acharolado y con un águila plateada en la trompa, y con unas manijas rarísimas que resaltaban sobre las puertas lisitas, sin un solo rayón. Y lo habían podido observar tan bien, porque en ese punto de la ruta el chofer aminoraba la velocidad, ponía los ojos en el desastroso bache que zanjaba el asfalto de lado a lado y, mordiéndose el labio inferior, maniobraba entre el barro y los cascotes para lanzarse de nuevo hacia las casas del alto.
Y también habían podido observar cómo a veces los últimos estertores del sol daban contra esos vidrios limpísimos, siempre subidos hasta arriba del todo. Y en el de la puerta de atrás —ese era el más lindo, el que más tiraba— habían visto lo decisivo.
Dos tardes no más, esa cara diminuta, casi reducida, como enharinada y cubierta de arrugas de todas las especies, se asomó con ojos duros y movedizos. Dos tardes, no más, bajo el sombrero de rafia pardusca, tras el tul salpicado de pequeñas motas del mismo tono de la rafia, que quizá los cuatro pibes tomaron por verrugas.
Dos tardes en las que se desprendió apenas del respaldo para contemplar el agónico poniente, el cataclismo de nubes rojas y violáceas. A los pibes, pudo haberlos vistos como no. Lo mismo a los macizos de hortensias. Tal vez haya visto, un poco más a lo lejos, las paredes y los techos de cinc escondidos entre el ramaje de los sauces. O tal vez no haya visto nada. Lo cierto es que ahora los cuatro aguardaban repitiéndose que el vidrio iba a quedar hecho puré, que el grito lo iban a oír hasta en la cola de la bomba del fondo, que lo mejor iba a ser rajar para el lado del arroyo y no para el de la fábrica, como decía el Pituso.
De tanto en tanto se aglomeraban coches. Eso, aunque no se lo decían, no les gustaba. La cosa era que estuviera solito, bien solito en medio del bache, sin ninguno atrás tocando bocina. Pero cuando los coches se alejaban, la ruta les cedía todo su silencio, toda su quietud.
El mayor le volvía a tomar el peso a Ia piedra, sin demasiada prisa. El menor lo miraba anchísimo de ser su amigo, con las manos en los bolsillos, los labios levemente estirados. Los otros parecían molestos, alteradas sus mejillas por cierto rencor, por un ligero sentimiento de dependencia hacia el mayor, hacia el menor y hacia la basura de coche que no venía, que qué habría pasado justo esa tarde.
El sol se despedía. Noviembre pesaba en el aire, en el vaho que se levantaba de entre los yuyos y las hortensias. Un coche, otro coche, y de nuevo el silencio y la quietud de la ruta.
A veces reían; otras, se preguntaban si no lo habría agarrado el carguero en el paso a nivel. Y ahí sí las risas eran notables. El menor llegaba a tumbarse de espaldas, las piernas fIexionadas, las manos sobre el vientre. Después se incorporaba de golpe y la soledad de la ruta le deformaba los labios en una mueca algo más que triste. En un momento dijo:
—¿Y si nos andamos yendo?...
EI mayor, sin volverse para mirarlo, sin siquiera dejar de tomarle el peso a la piedra preguntó:
—Qué, ¿te achicaste?
—No..., qué me voy a achicar.
Entonces se afIojaron los cuatro.
Las primeras brisas traían consigo el recuerdo del río, la fragancia de bulbos florecidos. El silencio era inmenso. Ni bocinas lejanas ni el tan habitual y constante zumbido de los mosquitos. Aunque no lo comentaron, ya no sentían bronca alguna. Tampoco ganas de oír el estallido del vidrio, el grito que de tantas maneras habían imaginado. Pronto, el olor a fritura y a carne asada los llamaría a las casas.
Pero como el coche no estaba subordinado a ellos, apareció de improviso en la curva de la ruta, abriendo velozmente el aire con su águila guardiana. El mayor supo que no podía fallar. Tiró la piedra hacia arriba y la agarró al vuelo. No solo le ardía la mano, también le dolía. Sin comprender del todo el porqué, repitió la prueba. Al agarrar la piedra al vuelo se consideró feliz. El que reemplazaba a su padre siempre decía que la cosa jamás fallaba, que era una fija, sí, no había dos sin tres.
Los amigos lo miraban más a él que al coche, ya despacioso y próximo al bache. Avanzó unos pasos. Miró la piedra y el vidrio. Se echó apenas hacia atrás y levantó
el brazo con violencia. Se mantuvo unos segundos inmóvil, enrojecido, sin respirar. Después arrojó hasta la última gota de furia y de puntería. Pero no hubo estallidos ni gritos. Sólo un ruido breve, hueco y seco, que los dejó estupefactos. Tanto como a la semana, cuando alguien trató de explicarles que algunos se protegían con vidrios brindados, blindados, o algo por el estilo. Tanto como cuando vieron a la vieja tras el vidrio intacto, atravesando el bache, bajo otro casquete de rafia y sacándoles por entre los finos labios la lengua.
Buenos Aires, 26 de diciembre de 1974.
Cuentos, Ediciones Corregidor, enero de 1976.
Eran cuatro y el mayor no tenía aún diez años. Le tomaba el peso a la piedra, silbando bajito, encabezando el grupo detrás de los macizos de hortensias que bordeaban la ruta. La idea había sido del menor, pero todos lo eligieron a él. Acaso por la edad, acaso para probarlo.
Hacía ya unas cuantas tardes que veían pasar ese coche negro, ancho y larguísimo, acharolado como los zapatos que usaba, por las noches, la hermana de uno de ellos. Acharolado y con un águila plateada en la trompa, y con unas manijas rarísimas que resaltaban sobre las puertas lisitas, sin un solo rayón. Y lo habían podido observar tan bien, porque en ese punto de la ruta el chofer aminoraba la velocidad, ponía los ojos en el desastroso bache que zanjaba el asfalto de lado a lado y, mordiéndose el labio inferior, maniobraba entre el barro y los cascotes para lanzarse de nuevo hacia las casas del alto.
Y también habían podido observar cómo a veces los últimos estertores del sol daban contra esos vidrios limpísimos, siempre subidos hasta arriba del todo. Y en el de la puerta de atrás —ese era el más lindo, el que más tiraba— habían visto lo decisivo.
Dos tardes no más, esa cara diminuta, casi reducida, como enharinada y cubierta de arrugas de todas las especies, se asomó con ojos duros y movedizos. Dos tardes, no más, bajo el sombrero de rafia pardusca, tras el tul salpicado de pequeñas motas del mismo tono de la rafia, que quizá los cuatro pibes tomaron por verrugas.
Dos tardes en las que se desprendió apenas del respaldo para contemplar el agónico poniente, el cataclismo de nubes rojas y violáceas. A los pibes, pudo haberlos vistos como no. Lo mismo a los macizos de hortensias. Tal vez haya visto, un poco más a lo lejos, las paredes y los techos de cinc escondidos entre el ramaje de los sauces. O tal vez no haya visto nada. Lo cierto es que ahora los cuatro aguardaban repitiéndose que el vidrio iba a quedar hecho puré, que el grito lo iban a oír hasta en la cola de la bomba del fondo, que lo mejor iba a ser rajar para el lado del arroyo y no para el de la fábrica, como decía el Pituso.
De tanto en tanto se aglomeraban coches. Eso, aunque no se lo decían, no les gustaba. La cosa era que estuviera solito, bien solito en medio del bache, sin ninguno atrás tocando bocina. Pero cuando los coches se alejaban, la ruta les cedía todo su silencio, toda su quietud.
El mayor le volvía a tomar el peso a Ia piedra, sin demasiada prisa. El menor lo miraba anchísimo de ser su amigo, con las manos en los bolsillos, los labios levemente estirados. Los otros parecían molestos, alteradas sus mejillas por cierto rencor, por un ligero sentimiento de dependencia hacia el mayor, hacia el menor y hacia la basura de coche que no venía, que qué habría pasado justo esa tarde.
El sol se despedía. Noviembre pesaba en el aire, en el vaho que se levantaba de entre los yuyos y las hortensias. Un coche, otro coche, y de nuevo el silencio y la quietud de la ruta.
A veces reían; otras, se preguntaban si no lo habría agarrado el carguero en el paso a nivel. Y ahí sí las risas eran notables. El menor llegaba a tumbarse de espaldas, las piernas fIexionadas, las manos sobre el vientre. Después se incorporaba de golpe y la soledad de la ruta le deformaba los labios en una mueca algo más que triste. En un momento dijo:
—¿Y si nos andamos yendo?...
EI mayor, sin volverse para mirarlo, sin siquiera dejar de tomarle el peso a la piedra preguntó:
—Qué, ¿te achicaste?
—No..., qué me voy a achicar.
Entonces se afIojaron los cuatro.
Las primeras brisas traían consigo el recuerdo del río, la fragancia de bulbos florecidos. El silencio era inmenso. Ni bocinas lejanas ni el tan habitual y constante zumbido de los mosquitos. Aunque no lo comentaron, ya no sentían bronca alguna. Tampoco ganas de oír el estallido del vidrio, el grito que de tantas maneras habían imaginado. Pronto, el olor a fritura y a carne asada los llamaría a las casas.
Pero como el coche no estaba subordinado a ellos, apareció de improviso en la curva de la ruta, abriendo velozmente el aire con su águila guardiana. El mayor supo que no podía fallar. Tiró la piedra hacia arriba y la agarró al vuelo. No solo le ardía la mano, también le dolía. Sin comprender del todo el porqué, repitió la prueba. Al agarrar la piedra al vuelo se consideró feliz. El que reemplazaba a su padre siempre decía que la cosa jamás fallaba, que era una fija, sí, no había dos sin tres.
Los amigos lo miraban más a él que al coche, ya despacioso y próximo al bache. Avanzó unos pasos. Miró la piedra y el vidrio. Se echó apenas hacia atrás y levantó
el brazo con violencia. Se mantuvo unos segundos inmóvil, enrojecido, sin respirar. Después arrojó hasta la última gota de furia y de puntería. Pero no hubo estallidos ni gritos. Sólo un ruido breve, hueco y seco, que los dejó estupefactos. Tanto como a la semana, cuando alguien trató de explicarles que algunos se protegían con vidrios brindados, blindados, o algo por el estilo. Tanto como cuando vieron a la vieja tras el vidrio intacto, atravesando el bache, bajo otro casquete de rafia y sacándoles por entre los finos labios la lengua.
Buenos Aires, 26 de diciembre de 1974.
Cuentos, Ediciones Corregidor, enero de 1976.
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